Una lectura de la crisis: El tiempo y la historia- Ana María...

Una lectura de la crisis: El tiempo y la historia- Ana María Stuven

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Respetar la institucionalidad, restaurar el orden, cuidar la democracia, restablecer el diálogo. Estas demandas, transversales a todos los chilenos, salvo sin duda a los violentistas y saqueadores, son el piso mínimo sobre el cual la crisis que ha experimentado el país en estas últimas semanas puede reconstruir un presente donde se restablezca la vida ciudadana.

No obstante, como se ha dicho ya, y a pesar de las exageraciones y desaciertos en un lenguaje político que, como sabemos, crea realidades, y de las pulsiones ciudadanas, esta explosión súbita ha sido facilitada por tensiones acumuladas y por una sordera política que se ha extendido durante décadas. Por eso me parece fundamental insertarla en su dimensión histórica como forma de validar su capacidad heurística.

Hablamos de régimen de historicidad para referirnos a la forma como una sociedad trata su pasado; a la modalidad de conciencia de sí que tiene una comunidad humana. Pareciera como que en los últimos días los chilenos han permitido que aflore una crisis del tiempo; que hubiéramos olvidado de repente nuestro pasado —salvo por cierto el rechazo de algunos a la presencia militar en las calles, en parte un riesgo para nuestra memoria de la transición— y también hubiéramos alejado toda posibilidad de futuro, atentando justamente contra aquellos bienes que permitían proyectar una vida más cómoda, como son el metro, los cajeros automáticos, los supermercados, por ejemplo.

En régimen de corta duración, sin duda existen problemas estructurales que solucionar: las pensiones, los sueldos, la educación, la salud, etcétera. Si limitamos el análisis a esa dimensión, es urgente tomar medidas para que aquello que subyace en muchos para adherir a la protesta tenga soluciones prontas. Estas decisiones deben tomarse en los espacios de deliberación democrática y sujetas a un diálogo racional. Entendiendo que la pretensión de representar al pueblo implica lidiar con una abstracción, identificar los problemas no solo desde el clamor y el fervor, sino desde el análisis riguroso, es un requisito fundamental. Por eso es imprescindible que las autoridades del Estado, incluyendo por cierto a los parlamentarios, mantengan la sobriedad, y tengan el nivel intelectual que se espera de ellos. Cambiar el modo de hacer política es agregar a las demandas que han aflorado otras que han estado ausentes, como son la solidaridad, la justicia y compromiso sociales, y los conceptos de igualdad y equidad no solo como formas de distribución social, sino también de conveniencia democrática.

Existe también el régimen de historicidad y la dimensión de larga duración, que parece perderse en la inmediatez de la noticia, de la imagen, de una sensación de latencia entendida como la certeza de la presencia de algo o algunos, que no se sabe quiénes son ni dónde están. Como en “Esperando a Godot” de Beckett. Se relaciona con la pérdida del sentido histórico que permite la mediación entre pasado y futuro. Desde esa perspectiva pareciera que el proceso de transición a la democracia hubiera perdido parte de su hechizo y, de pronto, solo aparecieran sus aspectos negativos: la promesa incumplida, los abusos, la corrupción y las colusiones, la mala calidad de la política y los políticos.

Todo ello ha contribuido, qué duda cabe, a la crisis institucional con que iniciamos estas palabras. Sin embargo, si se pierde el apego a lo logrado, especialmente a la democracia; si el país no es capaz de reflexionar y comprender los procesos actuales en la larga duración de nuestra historia, incluyendo lo que no se quiere repetir, como el caos y la dictadura, es probable que se continúe con esa visión del presente como perpetuo, inasible e inmóvil. Es también posible que, en lugar de recuperar los grupos de pertenencia, el sentido de comunidad necesario para la convivencia democrática, las instancias de participación —entre ellas, el voto obligatorio—, se exacerben las reacciones pasionales y poco reflexivas, así como la acción determinada por la coyuntura, que tanto mal hacen tanto a la convivencia como al orden democrático. No debiera quererse que otra página de la historia escriba al país como un lugar de revueltas y asonadas periódicas, sino más bien recuperar, aunque sea como mito, que Chile tiene la más larga tradición democrática de América Latina.

Y, por último, recordar que las causas no explican las consecuencias en las revoluciones.

 

El Mercurio

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