El Poder Judicial chileno gozó de fama de probo durante buena parte del siglo XX. Sus jueces vivían con sobriedad y hacían poco ruido. Lo más oscuro estaba en la justicia penal, enquistado en algunos empleados, en quienes los jueces no podían sino delegar tareas vitales.
Durante la dictadura, la Corte Suprema (CS) (más que el resto de la judicatura) entró en un acelerado proceso de corrupción. Abogados ligados al poder otorgaban favores, generalmente colocación de parientes y amigos de los jueces en cargos bien remunerados y eran recompensados con sentencias favorables. A poco andar, algunos ministros de la CS recibían dinero por fallar en determinada forma y el litigio, en esa sede, se desarrollaba más en pasillos, audiencias privadas y en comidas que en estrados. La práctica se mantuvo los primeros años de democracia.
Salimos de aquel desquicio: los remedios fueron dos acusaciones constitucionales, una aprobada y otra rechazada solo por un voto, que instaló la sensación de que parte de la derecha no estaba dispuesta a seguir tolerando la venalidad para mantener la sintonía ideológica de la que gozaba con la CS. Esa transversalidad política logró hacer la mitad del camino. El segundo generador del cambio fue la renovación de la Suprema, a mediados de los 90. Nuevamente un acuerdo político amplio para jubilar a los ministros de más de 75 años (entonces inamovibles sin límite de edad). El tercer envión provino de la propia Corte, que destituyó a uno de sus integrantes. El mensaje de que la corrupción no sería tolerada quedó instalado, aunque —ahora lo sabemos— solo por un tiempo. El cuarto factor que ayudó a salir de aquella oscura maraña fueron varias reformas legales que, una vez más, se aprobaron por todo el espectro político: ingreso a la carrera judicial por medios objetivos, a cargo de la Academia Judicial, en la que jueces influyen, pero no reinan; fin de jueces parientes colocados en relación jerárquica; prohibición de nombrar notarios y conservadores parientes de jueces, especialización de salas, limitación a los modos infundados de fallar; procesos penales más transparentes y otras.
Los hechos recientes han venido a demostrar que el miedo al castigo se fue olvidando, que la aplicación de las normas se relajó, que algunas fueron insuficientes y que surgieron nuevos vicios.
Para salir ahora, la receta no debiera ser muy distinta de la que fue exitosa entonces. Primero: sanciones en todos los casos en los cuales se acredite el incumplimiento de un deber, incluyendo la destitución de aquellos jueces que hayan abandonado notablemente sus deberes, pues no habrá reforma que sirva si el mensaje es la impunidad. Si el medio para sancionar va a ser la acusación constitucional, lo que hacen los diputados no puede ser más contraproducente: los de derecha anuncian acusaciones contra los jueces más progresistas y los de centroizquierda contra los más conservadores, como si el cálculo político tuviera cabida en la fijación de raseros éticos. El mensaje que esto deja a los jueces es que, para sobrevivir, hay que tejer redes políticas. Si de estándares de probidad se trata, y no de lograr una judicatura alineada con un sector político, resultan repulsivos los acuerdos de bancada para dirigirse en contra de los jueces menos afines.
Lo segundo es identificar y reformar los procesos que generan venalidad. Hay un amplio consenso que son dos. El primero es la intervención de los jueces en el nombramiento de los notarios y conservadores. ¿Zafará alguna vez el Senado de la poderosa telaraña que teje ese lobby y librará a los jueces de esa tarea que lo corrompe?
También es indispensable poner fin a la intervención del Senado en el nombramiento de los ministros de la CS. Su participación ha sido fuente de un pestilente tráfico de influencias entre la politiquería y la judicatura. Podría, además, perfeccionarse el proceso para elaborar la propuesta de candidatos que llegue al Presidente de la República, con recopilación exhaustiva de sus antecedentes, creación de comités de selección, compuestos de unos pocos ministros de la Suprema, audiencias sustantivas con los candidatos y con terceros y un plazo brevísimo para que el Presidente escoja. Nada impedirá el lobby, los recados y las influencias. Solo se puede aspirar a que el mecanismo les haga más improbables.
No hubo antes ni habrá ahora salida de la crisis judicial si las acusaciones y las reformas no alcanzan transversalidad política. La ética no debiera tener color político. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil