Por cierto. La sangre une. El amor filial. No solo porque la familia produce lo que somos, cuando ya comenzamos a ser, segundo a segundo, imagen a imagen; con cada risa y cada llanto. También porque se forma parte de su denso flujo desde eones, de una misma y misteriosa arquitectura, biológica y genética. La sangre es eso. Nada, pues, más unificador que ella en tiempo y espacio.
Lo supieron las dinastías de todas las épocas, desde Keops y Micerinos hasta los Habsburgos y Borbones; desde Napoléon a Kim il Sung. Casas de semidioses, gens patricias, imperios y “cosa nostra”, con sus cruzas filiales y endogámicas, protectoras de la “pureza” del amor de la sangre a la propia sangre, de gen a gen, de la herencia.
Pero también, como contrapartida, del odio iridiscente del otro que envidia aquel minúsculo desbalance que privilegia al sujeto amado; esa furia de Caín o la de Coyolxauhqui, compitiendo por el amor del padre. Lo saben tantos dictadores unidos a sus nepotes por cargos de “confianza”, aunque en ese mismo acto estén entibiando el nido en el que acunará el huevo de la serpiente que clavará, imperturbable, sus colmillos en la mano desprevenida. ¡Tú también, Brutus!
Pero además une el estómago, aunque la sangre ya no sea una, sino muchas, que se entremezclan corrompiéndose en su afán de consumir más vida. Y, al frente, el seductor y suave cántico de la codicia, que engaña con sus brillos y oropeles, pero que no es más que miedo a la falta de lo innecesario. O terror a lo desconocido. A ese enemigo acechante tras cada rincón de la historia.
Así, los hombres se unen por la sangre, la raza, el hambre, el miedo. Es decir, más que por amor, cooperan porque la soledad, el ostracismo, vulnera o mata. Entonces crean ininteligibles discursos para que esa fingida comunión tenga cierta dignidad y que, transformado el pulso angustioso en lengua, aquel se haga pétreo, de manera que el deleite que la ilusión de persistencia otorga, se haga, al menos, tan largo como la propia vida.
Entonces, nos declaramos “hijos” de D-ios, una sola familia bajo el amparo del Padre, aunque no merezcamos ni un ápice de tamaña auto designación.
O en un gesto de humildad retrotraemos la desmedida aspiración y somos, entonces, unidad en una misma familia, gens o raza; o del mismo partido de abajo, dolidos y dejados de la mano de D-ios, sufriendo hambre, carencias e injusticias, aquellos que D-ios ha abandonado y que, en luciferino orgullo, terminan asesinando al Verbo; o los de arriba, poderosos, pulcros, brillantes, los preferidos de D-ios, señores de la existencia y la felicidad, pero cuya piel pende del delgado hilo del bienestar que D-ios les brinda. Preferencia que, al final, mata, o en un húmedo y helado cuarto de una casona en Ekaterimburgo o con un tiro en una calle de Dallas.
¿Tan difícil es dejar de unirnos por la sangre, la raza, el hambre o el bienestar? ¿Por aquella animalidad que la más de las veces resta dignidad a nuestra silenciosa, quieta y imperturbable alma? ¿A esa dulce presencia de D-ios en nosotros? ¿Son estas reunificaciones del siglo que amanece simples reediciones como las que arcaicos magos demagogos blandieron airosos y proféticos y que en el pasado arrastraron al mundo a ilusorias unidades/divisiones de raza, clase, sexo o dinero, concluyendo, por su parcialidad, en horrorosas masacres de hombres, mujeres, niños y ancianos en tenebrosos campos de muerte y exterminio?
Más valiera luchar, pues, contra toda unificación que emane de las pulsiones del cuerpo y reencontrarnos en la verdadera familia de las almas. Y vaya que Chile las tiene. Aymara, mapuche, selknam, chango, huilliche, suena a raza, a alemán, latino, eslavo, judío, mongol, macedonio, luso o vasco. Semeja a unidades para cuidarse de un supuesto enemigo; del nazi, el comunista, el burgués explotador, el chino, el ruso o el imperialista.
Tal vez, más que vacunas, requiramos exámenes de ADN y para sorpresa descubrir nuestro extendido mestizaje, aunque, seguramente, revelada ya la falsa ilusión, algunos reemergerán empuñando la espada de la unidad de los estómagos o la de las opciones sexuales o la de los codiciosos, porque, finalmente, pareciera que la unidad en el amor no es realmente asunto de los hombres, arrojados como estamos en el purgatorio de la dualidad, sino solo de D-ios. (Red NP)
Adso de Melk