La voz del pequeño Benjamín de 7 años, al interior de una iglesia, diciendo «papá, papá», ante el ataúd de su padre, el carabinero Alejandro Gálvez, asesinado el «día del combatiente», me persigue, no me deja.
Yo también tengo un hijo que se llama Benjamín, que tiene 28 años y cuya fotografía a los siete años tengo aquí en mi pieza. Es como si el tiempo se hubiera detenido ahí, en esa primera infancia. Cierro los ojos y estoy andando con él en bicicleta, como anduvimos por primera vez a sus ocho años; con él me sigo riendo en el jardín, con él invento cuentos infinitos y preparo un plato de tallarines gloriosos.
Esos momentos eternos son tal vez los más puros y plenos de la existencia de un ser humano, los años en que nuestros niños son nuestros compinches, nuestros aliados y nosotros sus héroes. En esos años es cuando los padres protegemos a los niños de las pesadillas y miedos que acechan, cuando les abrimos incondicionalmente los brazos para que salten al vacío, al peligro, a la realidad, a la vida. El mejor paracaídas para un niño hombre en esta caída libre que es la vida es su padre. Su padre héroe contra el que se rebelará después en la adolescencia, su padre pródigo que lo recibirá después de todas las batallas y todos los errores.
Benjamín Gálvez no tendrá nunca más esos brazos para contenerlo, su héroe se desangró en plena calle, la infancia terminó de golpe y nadie, nadie puede nombrar o calcular ese vacío inconmensurable que deja la ausencia de un padre en la vida de un niño. Es tan inmenso ese vacío, esa herida expuesta, que todos debiéramos asomarnos ahí y oír a Benjamín gritando «¡papá, papá!», no como voyeristas de noticias policiales, sino como padres de un país donde los héroes son acribillados en plena calle por jóvenes de 16 o 18 años, con una frialdad que hiela la sangre.
No es el primer hijo de carabinero que queda sin padre en estos últimos años. Los carabineros se han convertido en la carne de cañón de políticas de seguridad que han fracasado, que siguen fracasando todos los días.
A ese fracaso se suma la acusación a los jueces, la acusación de que no son lo suficientemente drásticos y no aplican las penas en toda su extensión a los asesinos de carabineros. Los mismos carabineros que han salvado la vida de muchos jueces, autoridades públicas y ciudadanos para que estos se puedan abrazar en paz con sus niños después de cada jornada, esos mismos no podrán abrazar en la noche a sus propios hijos.
Qué paradoja: los que nos cuidan no son cuidados de vuelta por una sociedad que no parece querer ver el rostro de sus mártires. Una sociedad que no reconoce a sus héroes es una sociedad que se desprecia a sí misma. El grito de Benjamín ante el ataúd de su padre es el grito de todos los hijos de carabineros mártires de estos años, que claman por una doble ausencia: la ausencia de sus padres y la ausencia de una autoridad que esté a la altura del heroísmo de sus padres. Si hubiera sido un civil el asesinado, las calles se habrían llenado de velas, en homenaje justo al caído. ¿Cuándo prenderemos las velas y llenaremos las calles con ellas por los carabineros muertos, esos hijos del pueblo que admirábamos cuando niños pero que después olvidamos, porque nos acostumbramos a que siempre estuvieran ahí, en medio de la noche, cuidando nuestro sueño y el de los nuestros?
Ellos están ahí desangrándose, solos, en el pavimento, ellos, los verdaderos combatientes por un mundo mejor, los carabineros huérfanos. Este país podrá mirar a la cara a Benjamín Gálvez cuando el día del combatiente sea reemplazado por el día del verdadero combatiente, o sea, del carabinero muerto. Porque para mí un combatiente no es el que dispara por la espalda, sino el que da la cara al peligro, con valentía y con honor. El que sale a enfrentar a la muerte y va no solo pensando en su propio hijo en ese momento, sino en todos los hijos de su país y va llorando y al mismo tiempo va sonriendo.(El Mercurio)