Las reacciones que han suscitado las elecciones de la semana pasada en Venezuela muestran cuán laxos están los juicios políticos que se emiten hoy día y cuán baja está la vara de la decencia política y del criterio con que se juzga la conducta en la esfera pública.
Para comenzar con lo obvio, se encuentra el juicio que ha merecido la reacción del Presidente Gabriel Boric. Se le ha aplaudido de manera casi unánime por lo que ha dicho. ¿Y cuáles han sido las vibrantes declaraciones que han merecido el halago y el aplauso? El Presidente ha tenido la audacia y la valentía de solicitar a Venezuela transparencia en la entrega de los resultados electorales, ¡transparencia en la entrega de resultados! Bastaron esas declaraciones para que se le erigiera en un demócrata paradigmático, en una especie de clarividente de la vida democrática.
Pero ¿qué puede ocurrir en una sociedad para que una obviedad semejante merezca aplausos casi unánimes y sonoros? Algo anda mal en un país cuando decir lo obvio —que las elecciones han de ser limpias y que han de rendirse cuentas de ellas— merece semejantes aplausos. Lo único que explica los suspiros de alivio que muchos han exhalado es la poca o casi nula convicción democrática que se le atribuía al Presidente: solo porque la vara estaba tan baja, el hecho de que el Presidente haya levantado mínimamente el pie para pasar sobre ella lo hizo merecedor de aplausos. El Presidente Boric no merece aplauso alguno puesto que solo ha dicho lo obvio y luego de decirlo se ha mantenido en la inacción.
A lo anterior se suma que luego de esta elección se acuse al régimen de Maduro de traicionar la democracia. Como si las elecciones fueran la prueba fundamental para calificar de democrático o, en cambio, dictatorial, a un gobierno. ¿Es que acaso para que un gobierno sea democrático, basta con que haya sido elegido? Por supuesto que no, esa es una condición necesaria; pero no suficiente. Para serlo debe respetar las libertades ciudadanas, la libertad de expresión, la competencia política, el debido proceso, la libertad de asociación entre ellas, en vez de hacer trampas, excluir a los contendientes, cooptar a los órganos de control y al sistema de justicia e insultar a los rivales o a quien se atreva siquiera a levantar la voz. Y lo cierto es que el afán principal de Maduro es prohibir, censurar y reprimir a quien no se pliega ante su voluntad.
Y, aunque no suela decirse en alta voz, se encuentra la zafiedad de Maduro como personaje político. Maduro es el arquetipo básico del político o, si se prefiere, el político reducido a su mínima y más vulgar esencia. No ha de haber en el concierto latinoamericano, al menos reciente, otro político más rústico e ignorante que él, carente de toda ilustración y en cambio abundante en la retórica elemental y en la gestualidad básica de quien carece de todo argumento. Maduro es una tosca voluntad de poder adornada con los lugares comunes del izquierdismo: el antiimperialismo, el pueblo, el latinoamericanismo y otros giros semejantes, vaciados a estas alturas de todo contenido y destinados nada más que a camuflar la captura del Estado y la prosperidad que, gracias a ella, han logrado Maduro, su familia y el grupo que, reiterando una y otra vez las mismas consignas, lo acompaña.
En fin, que al régimen de Maduro lo avale el Partido Comunista mediante variados eufemismos —entre ellos el de la autodeterminación o la no injerencia— no debiera sorprender a nadie. Tampoco debe sorprender que, así y todo, forme parte del Gobierno y, la verdad sea dicha, es ridículo que haya debido ocurrir la elección en Venezuela para advertirlo o rebelarse.
En suma, ni el Presidente Boric ha dicho en estos días nada digno de aplauso, ni el Partido Comunista ha engañado a nadie o revelado algo inédito o sorpresivo que fuera imposible de imaginar, ni Maduro ha traicionado la zafiedad que lo constituye.
Un presidente que merece aplausos por lo mínimo (como si solicitar transparencia en una elección fuera un acto de valentía cívica y de arrojo moral); un partido de gobierno, el PC, en el que de pronto se descubre su falta de apego al valor intrínseco de la democracia (como si hubiera sido necesario que apoyara una elección amañada para advertirlo y entonces renunciar a los partidos que mantienen alianzas con él); un presidente como Maduro cuya zafiedad recuerda lo peor de los dictadores y de paso a algunos políticos locales (a quienes el poder y la falta de crítica los alienta a decir y hacer cualquier cosa), y un gobierno, como el chileno, que frente a todo eso encubre su impotencia (de la que esta vez no tiene la culpa) disfrazándola de prudencia y de equilibrio.
Pero así de mal están las cosas. En Venezuela no hay democracia. En Chile la hay, pero adornada con mucha tontería, que es también una forma de envilecerla y degradarla de a poco.
Y es que hay veces que lo malo que sucede en otras partes no es una ocasión para mostrar el propio valor, sino para desnudar las propias debilidades. (El Mercurio)
Carlos Peña