La democracia permite —sin duda alguna— la máxima expansión de la libertad. Donde ese régimen de gobierno existe, las personas disponen del máximo de autogobierno, de la mayor franquía para imaginar su vida e intentar realizarla.
Eso es exactamente lo que todos apetecen hoy. Los grafitis, las consignas, las interpretaciones de la calle, los discursos de los parlamentarios, etcétera, todas giran en derredor de la democracia y el bien que ella provee: la libertad.
Pero ¿no es ese mismo deseo insaciable de la libertad y el abandono de todo lo demás lo que transforma al régimen democrático —cuando se le comprende mal— en una forma de tiranía?
Un viejo texto puede ayudar a responder esa pregunta.
Cuando una sociedad y sus habitantes —dice ese texto— está sedienta de libertad y cuenta con unos escanciadores que la derraman más allá de lo debido, sin mezclarla con otros bienes, aparece el pretexto para rechazar a los gobernantes y calificarles de malvados, de oligárquicos, si no son enteramente complacientes con la gente y no le procuran la mayor libertad posible, sin atadura alguna. Si no ceden a las presiones y mantienen una evaluación racional de ellas, se los insulta de múltiples maneras. En cambio, si los gobernantes ceden a esas presiones y se esfuerzan por parecerse a los gobernados —el que está a cargo de la ciudad en pensar como sus habitantes, quien está a cargo de la escuela o la universidad en comportarse como los estudiantes— reciben un premio: no se les insulta y, en cambio, se los ensalza y se los honra.
¿Es bueno que algo así ocurra? Aparentemente, sí. Después de todo, algo como eso parece el reino de la libertad y la igualdad. Una vida sin restricciones, sin reglas o autoridad.
Desgraciadamente, la experiencia —continúa este viejo texto— enseña que en tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y se expandirá por todos lados.
Lo explica de la manera siguiente.
Entonces en el padre nace el hábito de considerarse igual a sus hijos y de temerlos, y recíprocamente, el mismo hábito surge en los hijos con respecto al padre, hasta que llega el punto que no respetan a sus progenitores como si esa fuera la prueba de que son libres. Y así se igualan todos, en todas las posiciones. Y lo que es peor, el profesor teme y halaga a sus alumnos o alumnas, estos tratan con displicencia a sus profesores y desprecian a sus ayudantes. Y los jóvenes se comparan con los más viejos, los juzgan, y disputan con ellos de palabra y sobre todo de hecho, mientras los viejos profesores condescienden ante los jóvenes, se sientan con ellos y remedan su buen humor y sus gestos con gran espíritu para no aparecer antipáticos o despóticos.
Como consecuencia de todo lo anterior —cuando los más viejos condescienden, los profesores en vez de orientar halagan y quienes dirigen imitan a los jóvenes—, los ciudadanos empiezan a ponerse alérgicos a los deberes. Finalmente, el proceso concluye en que todos dejan de interesarse por las reglas y las normas, creyendo que de esa forma la libertad alcanza su máxima expresión.
Es el momento —afirma el texto— de la anarquía o la anomia.
Al final, y para evitarla, todos acaban deseando alguna forma de autoritarismo o, lo que es peor, de tiranía.
Eso es —concluye ese texto— lo que, si se le deja a sus anchas, resulta de ese deseo hermoso y juvenil que algunos viejos suelen halagar. La libertad concebida como simple franquía o exceso, el deseo de los alumnos de sustituir la autoridad de los profesores o la de los ciudadanos de espantar la ley, conduce a la peor de las esclavitudes que siempre es fruto del rechazo de las reglas.
(El texto que antecede fue escrito por Platón en el siglo IV a. C., “La República”, 562e-564c). (El Mercurio)