Estados Unidos ha elegido como su cuadragésimo séptimo Presidente a Donald Trump.
Hasta ahí, el episodio no debería ser diferente al de otras elecciones en ese país, que inevitablemente han concitado y seguirán concitando el interés mundial. Pero en esta oportunidad el interés, con ribetes de dramatismo, fue muy superior al de esas otras ocasiones. En parte por el apretado pronóstico que mostraban las encuestas -que como viene sucediendo en todas partes, se equivocaron penosamente- pero principalmente por el grado de acrimonia que ha llegado a alcanzar en general la política norteamericana durante los últimos años y en particular durante esta campaña. Una situación que, en su mayor parte, se debe al estilo que el propio Donald Trump introdujo en la política de los Estados Unidos durante la última década.
Se trata de un estilo que, para describirlo en pocas palabras, no elude sino que practica entusiastamente la mentira más exagerada y el insulto más soez como forma regular y cotidiana de expresión y que no trepida en amenazar abiertamente con el rompimiento institucional cada vez que ve amagadas sus pretensiones.
En las formas, ese estilo se hace fuerte en la identificación con el pensamiento y el lenguaje de la población más básica de su país. Una identificación que llevó a Trump a calificar públicamente de prostituta a Kamala Harris porque seguramente ese era el epíteto con el que esos seguidores se referían habitual y coloquialmente a su contendora; un estilo que no trepida en repetir infundios rayanos en la estupidez, como que los inmigrantes haitianos se comen a las mascotas de los buenos ciudadanos americanos de las ciudades que “invaden”… porque ese tipo de inventos son creídos y propalados entre esos electores y electoras; un lenguaje que lo puede llevar a afirmar que impondrá a México aranceles de 25, 50, 100 o más por ciento si no acata su orden de que impida el flujo de migrantes a través de la frontera común… porque es el tipo de medidas que imaginan sus seguidores; un estilo que, frente al desempleo y la inflación ofrece soluciones tan elementales como levantar barreras arancelarias que impidan a los productos extranjeros competir con los “americanos” y en particular imponer esas barreras a los productos chinos, aún al costo de una guerra económica de alcance planetario cuya primera víctima va a ser la propia economía estadounidense… pero es el tipo de soluciones alejadas de las actitudes “timoratas” o “demasiado complicadas” de la élite gobernante que esperan oír esos seguidores.
Y, sobre todo, se trata de una actitud ante las instituciones que lo ha puesto a él mismo al borde de ir a prisión y ya lo ha llevado a incitar a las masas de esos mismos seguidores a invadir la sede del Congreso de su país y eventualmente a atentar en contra de la vida de los que consideraba sus enemigos: su propio vicepresidente y la presidenta de la Cámara de Representantes.
En una declaración pública relativa a la elección de Trump, Barack y Michelle Obama la asociaron a los “vientos en contra” que soplan para los demócratas en todo el mundo. ¿Alcanzan esos vientos también a nuestro país? Probablemente sí, porque el electorado que eligió a Trump también existe en Chile. No se trata de personas necesariamente pobres, aunque buena parte de ellos quizás sí lo sea. Es otra cosa. Es el estado de ánimo que busca desesperadamente soluciones sencillas a problemas complejos. Que lleva a aceptar como correctos procedimientos que les parecen simples, aunque sean bárbaros, como la expulsión de cientos de miles de inmigrantes en Estados Unidos… o de todos los inmigrantes ilegales en Chile, sin que el “adónde” ni el “cómo” importen. Es el estado de ánimo cargado de odio que lleva a aceptar que en Estado Unidos los inmigrantes haitianos se comen los perros y los gatos y en Chile los inmigrantes peruanos se comen las palomas de la Plaza de Armas. Es la mirada elemental que lleva a afirmar, allá y acá, que la solución al incremento del delito es sacar a la calle a la Guardia Nacional o al Ejército según sea el caso y “correrle bala” a los criminales.
Opiniones como esas se pueden escuchar -en Estados Unidos y en Chile- en los hogares de la gente pobre, pero también en los de quienes no lo son. Porque el elector de Trump no responde a una condición económica ni a una determinada clase social, sino a una cultura. Una que encuentra campo fértil para su expansión en sociedades que han alcanzado un cierto grado de desarrollo, pero en la que existen sectores de la población que se sienten excluidos de ese desarrollo y socialmente son movidas, principalmente, por el resentimiento.
Ese es un medio en el que se generan frustraciones e indignación sin referencias ideológicas claras o carentes de toda referencia ideológica. Un medio en el que se rechaza con igual intensidad a la política y a los políticos tradicionales, a los que se ve como una lejana élite; un medio en el que con mucha facilidad la frustración puede convertirse en odio contra el extranjero y en afecto por el proveedor de la droga que ofrece soluciones artificiales y protección material allí en donde el Estado es incapaz de darla; un medio en el que encuentran pretexto para existir grupos violentos y anárquicos. Y también un medio en el que pueden prosperar caudillos que crecen por la simple vía de repetir, sin temor a la mentira y sin concesiones a ningún tipo de responsabilidad, lo que los frustrados y violentos quieren oír. Líderes que no retroceden al apelar a los sentimientos más oscuros de esa población y para los cuales saltarse las reglas y aún las leyes son una manera de “acercarse al pueblo”. Líderes que pueden atropellar las normas democráticas o simplemente destruirlas si piensan que ello responde a la demanda de sus seguidores y a su capacidad de satisfacerla.
Una posibilidad que se acentúa si, como en Estados Unidos, el partido Demócrata, el contendor de Trump, en lugar de atender los problemas que generaban las frustraciones y la indignación, se dirigió a ellos con soluciones para problemas que les resultaban tan lejanos como el derecho universal al aborto o los derechos de las personas LGBQTI+. Y ellos, a juzgar por el resultado electoral, encontraron en Trump a una persona que sí tenía presente esos problemas, que hablaba su mismo lenguaje, y que proponía para esos problemas las soluciones simples y brutales a las que ellos siempre han aspirado.
¿Estamos muy lejos en Chile de una situación como esa? Desde luego se debe admitir que no existen razones para pensar que la frustración y la indignación que se manifestaron durante el “estallido social” ya no siguen presentes. Y la “élite” que gobierna demostró mediante un proyecto de reforma constitucional que su preocupación está por lo menos tan concentrada en los derechos de la naturaleza, los animales, las comunidades con preferencias sexuales diversas y pueblos originarios ya extinguidos o recién inventados como en las situaciones que provocan esa frustración y esa angustia.
La incertidumbre que queda, en Estados Unidos y el mundo, es si, desde el gobierno, Donald Trump se comportará con la misma brutalidad y desapego por las normas que ha mostrado con las palabras y los actos que ha empleado hasta ahora. Y la incertidumbre que nos queda en Chile es la de no saber si, en algún pliegue de nuestra sociedad o de nuestra política, todavía amordazado por convenciones políticas en franco retroceso pero que aún nos dividen en “izquierdas” y “derechas” o en “burgueses” y “proletarios”, no está levantando la cabeza ese líder con el que las masas frustradas e indignadas podrían llegar a identificarse en un futuro quizás próximo.
Porque, de ocurrir, entonces sí que soplarán con fuerza entre nosotros los vientos en contra. (El Líbero)
Álvaro Briones