«Segura de sí misma, seria, triste…», esa es la impresión que Violeta Parra dejó en el ingeniero de sonido José Soler cuando trabajaron juntos en la década de los 60, y si uno la observa y escucha cantar hoy, ve en ella exactamente eso: una mujer segura, seria, triste, consciente, quizás, de que lo que vivía era antes un destino que una vida. Así se la ve también en la fotografía de su libro «Poesía», editado por Ernesto Pfeifer y Cristián Warnken, porque Violeta, cantante popular, tejedora a palillo y a bolillo, fue ante todo poeta, poeta de otro linaje, de otra estatura, dice Raúl Zurita.
Violeta Parra dio gracias a la vida, al oído, al abecedario, al fruto del cerebro humano; contó que se había formado un casamiento todo cubierto de negro, negros novios y padrinos, negros cuñados y suegros, y que el cura que los casó era de los mismos negros; vio que se iba enredando, enredando, como en el muro la hiedra y que va brotando, brotando, como el musguito en la piedra; anunció que iba a ponerse traje de mariposa; pensó que llevaba el paso retrocedido mientras el de nosotros avanza; preguntó qué dirá el Santo Padre, que vive en Roma, que le están degollando a sus palomas; protestó porque a los niños cuando tienen hambre les dan una medallita, o bien una banderita; y pidió perdón al auditorio si acaso lo ofendía con su claridad.
Violeta Parra deseó tener un hijo brillante como un clavel; quiso volver a los 17 y sentir profundo como un niño frente a Dios; entendió que su taita murió de pena y su mamá de lo mismo; notó que todo cambia en este mundo; dijo que Arauco tiene una pena y ella la suya cuando Run Run se fue pal norte; supo que el amor es un torbellino de pureza original que al viejo lo vuelve niño; supo también que lo que puede el sentimiento no lo puede el saber; estuvo al tanto de que veintiuno son los dolores por veintidós pensamientos; aconsejó a la Juana Rosa que tenía que andar buenamoza por si pica el moscardón; y previno que la beata que no ha tenido amores con el sacristán no sabe lo que es canela ni chocolate con flan.
Pidió que se diera libre paso al lucerito; desconoció la diferencia entre lo cierto y lo falso; supo que para llamarse Alberto hay que ser bien albertío; deploró que ya no crezca el mañío, no dé fruto el piñón, se acabe la araucaria y no perfume el cedrón; prescribió cogollo de toronjil cuando aumenten las penas y decidió que las flores de su jardín serían sus enfermeras; recomendó para la tristeza violeta azul y clavelina rosa para la pasión; hizo un ramo de amor y condescendencia y en el centro de ese ramo la rosa del corazón; vio en medio del campo, a la salida de una iglesia, cómo se marchaba la familia de la carreta enflorá; y un 18 de septiembre, en medio de copas de vino, se acriminó con el hombre que la trató de bandido.
Nos hizo sonreír con su «Mazúrquica modérnica»: me han preguntádico varias persónicas si peligrósicas para las másicas son las canciónicas agitadóricas, y le he contestádico yo al preguntónico: cuando la guática pide comídica, pone al cristiánico firme y guerrérico por sus poróticos y sus cebóllicas, no hay regimiéntico que los deténguica si tienen hámbrica los populáricos. El juraméntico jamás cumplídico es el causántico del desconténtico.
Maldijo Violeta del alto cielo. Cuánto sería su dolor que maldijo la estrella con sus reflejos, lo negro con lo amarillo, la primavera con sus jardines en flor, y del otoño su color. Maldijo la cordillera de los Andes y de la Costa, también la paz y la guerra, y el invierno entero con el verano embustero. ¿Por qué será, Dios del cielo, que no se resigna el alma cuando nos cambian la calma por olas de desconsuelo? Qué amargas son las horas de la existencia mía sin olvidar tus ojos, sin escuchar tu voz -lamentó-, y agradeció tener guitarra para cantar su dolor.
Gracias a la vida, cantó Violeta Parra, y lo hizo desde la dicha y el quebranto, los dos materiales que forman su canto, y el canto de ustedes que es el mismo canto, y el canto de todos que es su propio canto.
El Mercurio