En menos de dos meses, una joven vierte agua sobre el Presidente Sebastián Piñera, en La Moneda; se recibe a la comitiva de la ministra del Interior a balazos, en una comunidad en La Araucanía, y alguien lanza un piedrazo contra el Presidente Gabriel Boric, en Coquimbo.
También en estos días y en pleno hemiciclo de la Cámara, un lugar que parece haber dejado de ser el símbolo del poder civilizatorio de la democracia, una diputada le pide silencio a otra en medio de una sesión, alegando que no estaba en una discoteca. Y ante ese comentario, por cierto inapropiado, la aludida responde con otro muchísimo más violento: “cállate, vieja loca”. Dos días después, el frontis de la sede del Club de Fútbol Universidad de Chile, amanece con rayados amenazando a la exministra Cecilia Pérez de muerte, tras conocerse que integrará su directorio.
El episodio del jueves en la noche en la Convención representa de manera más explícita la violencia política, porque tiene sus tres ingredientes: humillar al adversario, negar la libertad de pensamiento e invitar a la ciudadanía a “exigir explicaciones” (y en este clima, ya sabemos en qué terminará ese emplazamiento). Después de gritarles traidores en el pleno, un grupo de convencionales del PC, Frente Amplio y movimientos “independientes” acusaron ante la prensa, nombrándolos uno a uno, a los PS que rechazaron el informe de la comisión de Medio Ambiente. De paso arremetieron contra los periodistas, obligando a la presidenta de la Convención a disculparse al día siguiente.
En Chile, desde hace una década la violencia política está sobrepasando al Estado de Derecho. Si bien es un fenómeno mundial, en nuestro país ha calado con más fuerza que en la mayoría de las democracias que enfrentan también crisis sociales de envergadura.
A partir de las protestas del 2011, las molotov, la agresión a autoridades, las tomas de los liceos emblemáticos y los aterradores overoles blancos del Instituto Nacional; las reiteradas profanaciones a la tumba de Jaime Guzmán, los ataques a las sedes de partidos políticos fueron quedando impunes. Y no por la incapacidad de las leyes de abordarlos, sino porque, curiosamente, ha sido la propia política, la víctima de esa violencia, la que ha decidido dejarla pasar, aceptar y desde un amplio sector de la izquierda, legitimarla.
Pocos se acuerdan, por ejemplo, que una exalcaldesa de Santiago consideró apropiado que las asambleas estudiantiles decidieran “democráticamente” si se instalaba una toma y las clases se paralizaban. O que un ministro del Interior del segundo gobierno de Bachelet calificó de “conflicto social” la violencia en La Araucanía, con lo cual puso en igualdad de condiciones a víctimas y victimarios.
Cuando llegó octubre de 2019, la violencia ya era parte de la convivencia política. Se le había justificado ya muchas veces para innumerables causas: derechos ancestrales, fin al lucro en la educación, proteger el medio ambiente, etc. Desde luego, nada de lo vivido antes en Chile, al menos en los últimos 50 años, se asemejaba a la negra noche que azotó a nuestro país durante esos meses. Pero la ciudadanía estaba ya entrenada para esas imágenes y para confundir, por la fuerza de la repetición, una manifestación política con violencia, y la tarea de las policías, con represión indebida.
La violencia está adquiriendo una dimensión seductora, una especie de poder para quien la ejerce, desencadenando una catarsis colectiva y asegurándose popularidad inmediata entre los propios.
Es una buena noticia que el Presidente Boric haya revertido la decisión inicial de no querellarse contra su agresor en el norte. El Gobierno no puede dejar pasar la violencia contra quienes representan a la República, porque cuya dignidad está obligado a defender. No vaya a ser que nos acostumbremos y que, en el futuro, un piedrazo, un balazo dejen de ser lo que son. (El Mercurio)
Isabel Plá