Sin duda no son las condiciones óptimas para hacerse cargo de los efectos de una pandemia: un país que lleva meses sumido en una aguda crisis social, con la legitimidad de sus instituciones en el suelo; sin orden público, con zonas golpeadas por la violencia y un sistema político sumido en la polarización; ad portas de un plebiscito y un proceso constituyente con su inevitable carga de incertidumbre; con un gobierno carente de liderazgo y una oposición sin ningún ánimo de colaborar; por último, con un segmento no menor de la población, atravesando por un severo cuadro de anomia, es decir, sin ninguna disposición a acatar la ley o respetar protocolos.
El Presidente Piñera anunció la noche del viernes un conjunto de medidas para abordar el desafío que representa el creciente número de contagios. Anticipó tiempos difíciles y es evidente que responder a un dilema sanitario de esta envergadura, será un imperativo mayor. En los hechos, la propagación de la enfermedad recién está comenzando, lo que supone que el cuadro tenderá a empeorar antes de mejorar, y por tanto todo lo que el gobierno haga en esta etapa podrá ser considerado escaso. Una realidad que no descarta que las medidas adoptadas sean efectivamente tardías e insuficientes, y que anticipa entonces otro inevitable foco de controversia y tensión política.
Pero no es todo: a la crisis política y social iniciada el 18 de octubre se agrega ahora la emergencia sanitaria provocada por el coronavirus, situaciones ambas con capacidad de deterioro económico, en un contexto global donde los mercados y el sistema financiero ya exhiben los devastadores golpes de la pandemia. Si la inversión, el crecimiento y el desempleo de los últimos meses venían mostrando el impacto de la incertidumbre generada a partir del estallido social, esta nueva contingencia sumará sin duda complicaciones económicas de otro orden, algo que tenderá a estresar aún más a la población.
Así las cosas, la gran interrogante que abre este escenario es hasta dónde los actores políticos tendrán la disposición a poner la salud, la economía y eventualmente la vida de la población en riesgo por sobre cualquier otra consideración. No solo el plebiscito del 26 de abril podría verse amenazado si el cuadro epidemiológico sigue en Chile un curso similar a la que se observa en algunos países de Europa. También lo que venga después, sea cual sea el resultado del referendo, será de una complejidad política mayor. En una palabra, llevar adelante un proceso constituyente en condiciones como las que se anticipan, con las mínimas garantías que requiere en sus distintas etapas, exigirá un esfuerzo de entendimiento y de colaboración que, hasta ahora, simplemente no ha existido.
En síntesis, no hay duda que Chile tiene los recursos y las capacidades profesionales e institucionales para abordar las consecuencias de esta nueva crisis. Lo que no está claro es si su dirigencia política, transversalmente, está a la altura de la seriedad y responsabilidad que el momento requiere. (La Tercera)
Max Colodro