En las nubes

En las nubes

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Como pertenezco a la legión (o cofradía) de los «volados» -pero no por «cannabis», porque los verdaderos volados no necesitamos esa sustancia para «volarnos-, desde pequeño era frecuente escuchar a los adultos decir de mí: «anda en las nubes». Es una hermosa expresión que remite al cielo; sin embargo, para muchos tiene un sesgo peyorativo. Cuando descubrí eso, me di cuenta de que «estar en las nubes» significaba que la gente espera de uno que mire al suelo y no al cielo.

En mi época, a los niños que el profesor sorprendía mirando por la ventana el vuelo de un pájaro o distraído en sus propias praderas interiores, en sus mundos imaginarios, recibía un grito o una palmada; hoy se les administra Ritalin. Y para anestesiar a los «volados» están los dispositivos electrónicos en vez de las nubes.

Afortunadamente mis padres no se aproblemaron por mis viajes frecuentes al reino de las nubes y logré sobrevivir incluso en un colegio francés cartesiano, engañando a muchos de mis profesores convenciéndolos de que yo no andaba en las nubes sino embebido en un teorema o conjugando el verbo ser en el pretérito pluscuamperfecto (no sé si todavía existe ese tiempo verbal). Para los franceses eran más irritantes los «bavards»(parlanchines) que los «distraits»(distraídos).

Mi profesora de Castellano, en cambio, se irritaba con mi pasión por el algodón del cielo. A ella no lograba engañarla, al revés de sus pares franceses que creían que yo era más un pensador de Rodin que un cazador de nubes. Ella me decía siempre: «¿En qué anda, Warnken, pensando en la inmortalidad del cangrejo?». En realidad, nunca me interesó la inmortalidad de los cangrejos, lo que me importaban literalmente, de verdad, eran las nubes.

El poeta Jorge Teillier habla con afecto de «las nubes harapientas del verano»: es que los sureños miran más el cielo que nosotros. Baudelaire, al comienzo de su libro de prosas «Spleen de París», imagina un diálogo entre un hombre enigmático al que alguien le va preguntando qué es lo que realmente le interesa: si su familia, la patria, los amigos, la belleza. A todo responde negativamente para confesar finalmente que lo que ama son las nubes, «las nubes que pasan… allá lejos… ¡las maravillosas nubes!». Me siento identificado con ese hombre enigmático de Baudelaire y de a poco he ido descubriendo que mirar las nubes no es una evasión del mundo, sino un ejercicio de contemplación de una de sus dimensiones más hermosas y desconocidas.

¿Quién se para hoy en la calle a mirar las nubes? Acabo de descubrir que no estoy tan solo, y que hay más «hombres enigmáticos» y observadores de nubes que yo. Ese es el caso de Gavin Pretor Pinney, escritor y diseñador británico que publicó una «Guía del observador de nubes». Resulta que hay todo un arte y una ciencia, todo un mundo que espera al que levante su vista al cielo. Dice Pretor: «Nada en la naturaleza puede competir con la variedad y dramatismo de las nubes; nada está a la altura de su sublime y efímera belleza». Tal vez en el último adjetivo está la clave de por qué hemos tenido una relación de indiferencia y molestia con las nubes, sobre todo cuando arruinan un esperado día de sol. Si las hemos mirado siempre en menos es porque son «efímeras». ¿Hay algo más efímero que ellas? Pero nosotros, ¿acaso también no lo somos?

Descubro en esta «Guía de nubes» que las hay de muchos tipos: bajas, medias, altas. Algunas se llaman «cúmulos», otras «estratos», las más altas «cirroestratos», pero dentro de ellas hay subclasificaciones: «undulatus», «mamma», «precipitatio», etc. ¡Qué fiesta de variedad casi infinita de nubes! Con razón andaba de niño distraído en ellas.

El mundo de los adultos razonables y concentrados era plano, rígido, al lado del cambiante reino de mis amadas, mis hermanas nubes. Ahora mismo, por tener que concentrarme en escribir esta columna, me acabo de perder una de sus danzas, sutiles, ingrávidas que nos regala a cada minuto el cielo. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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