Cuando el 20 enero próximo Donald Trump asuma como cuadragésimo quinto Presidente de los Estados Unidos de América se consumará uno de los cambios más relevantes de la Política Internacional de los últimos años. Lo anterior no solo debido a que el hoy Presidente electo impostará un giro a las relaciones exteriores de su país luego de ocho años de liderazgo demócrata, sino dado que podría ser el primero de un progresivo desplazamiento político hacia posiciones nacionalistas declarativamente globofóbicas en el denominado Occidente. Este año habrá elecciones en Francia y Holanda y no se descarta que diversos candidatos coqueteen con un discurso ultranacional dirigido a un electorado europeo hastiado de años de crisis económica, hartazgo que se agudiza con la llegada de miles de inmigrantes y la incertidumbre que pesa sobre una sensación de seguridad vulnerada por los ataques de Bruselas en marzo, Niza de julio y Berlín recientemente.
Pero no se trata esta vez de cualquier nacionalismo, sino de una versión particularmente llamativa desde Latinoamérica, un populismo ultranacionalista que hace de la nación ideal su principal referente. Es cierto que las banderas nacionales incluso han reemplazado a las enseñas internacionalistas en los mítines de la izquierda europea. Sin embargo, se trata de una versión populista del discurso que apela a aquella comunidad imaginada, al decir de Benedict Anderson, contenida en la idea de nación.
Es cierto que cuando se habla de populismo hay que tener especial cuidado con este término poco asible o resbaladizo, sin consenso conceptual, que a pesar de estar ser identificado con América Latina hay que rastrear sus raíces en el decimonónico movimiento rural norteamericano del Medio Oeste que protestó contra políticos y banqueros del este, que apuntalaban los intereses ferroviarios en contra de los granjeros, y en el denominado socialismo agrario y utópico ruso basado en el ideal de la comunidad campesina, al cual adhirió Tolstoi. Sin embargo, fueron figuras como las de Juan Domingo Perón, Getulio Vargas o Lázaro Cárdenas las que nos resultan más familiares
Y aquí se pueden establecer ciertas diferencias, incluso si consideramos nuestra última oleada de populismo latinoamericano afincada en el territorio político de la denominada nueva izquierda y que tuvo en el teniente coronel Hugo Chávez a su principal representante. El populismo ante todo, más que una ideología, es un discurso, una estrategia para alcanzar y preservar el poder: una línea retórica trazada por el líder que desplaza la división clásica de derechas e izquierda para reemplazarla por una nueva dicotomía: los de arriba, que gozan de privilegios y acceso a recursos simbólicos y materiales, y los de abajo siempre postergados por quienes toman las decisiones.
Sin embargo, a diferencia del populismo clásico latinoamericano, tiene un tipo distinto de público objetivo: no se trata de los sectores pauperizados de las grandes urbes, sino que más bien invoca a la frustración de las tradicionales clases medias occidentales que observan cómo sus beneficios económicos sociales son recortados a la par que el Estado garantiza concesiones a los grupos más desposeídos, lo que básicamente significa polemizar contra los inmigrantes (una retórica de moda con dudosa reputación que incluso ha hecho su estreno en el Chile preelectoral).
Si además agregamos la instalación de la incertidumbre sobre el orden público, producto de los atentados perpetrados por organizaciones radicales islamistas, al resentimiento se agrega la percepción de amenaza del otro. Este es el caldo de cultivo perfecto para los partidos nacional populistas que galvanizarán su retórica de las diferencias colocando en el centro el particularismo étnico de la comunidad nacional.
Lo anterior significa que, si bien ambas son una expresión de antielitismo no necesariamente revolucionario, el caso clásico latinoamericano es sobre todo centrípeto de aspiraciones igualitaristas –que he llamado isocracia en un libro– mientras el nacional populismo europeo experiencia una lógica centrífuga xenofóbica –con expresiones como el de Vlaams Belang holandés, contrario a la interculturalidad y partidario de un apartheid– que completa sus demandas de seguridad y antiinmigración con la confrontación contra los partidos políticos tradicionales, la partidocracia, motejada de clase política por defender intereses particulares o a lo sumo sectoriales. Dichos referentes son acusados de estar en complicidad con la banca internacional de Wall Street o con la burocracia supraestatal afincada en Bruselas, lo que los distancia del interés nacional y del ciudadano medio. Dicha radicalidad discursiva lo aproxima a los neofascismos europeos.
Aunque, en estricto rigor, no sean exactamente lo mismo, comparten un registro que los hace parte de la familia de agrupaciones de extrema derecha. Y aunque difieren en la protesta contra el liberalismo y la ilustración, adversarios declarados del neofascismo frente al cual el nacional populismo asume actitudes diversas, Trump desahució el Tratado Transpacífico (TTP) y asegura que revisará el NAFTA aunque quisiera ver a la industria automotriz norteamericana mucho más competitiva. La globofobia es un componente común complementado por la preferencia nacional. En algunos casos, los partidos neofascistas logran calar en la sociedad insatisfecha, amplificando la retórica populista y antiglobalizadora, modulando sus componentes autoritario-jerárquicos o los delirios de regreso a una edad dorada, como en el caso de Frente Nacional francés, hoy encabezado por la heredera del fundador, Marine Le Pen, quien a diferencia de su padre no enfatiza la nostalgia por la República de Vichy como el modelo a seguir. Y en cualquier caso, se trata de una genuina expresión del concepto de modernismo reaccionario que es capaz de convivir con el capitalismo en su modalidad nacional.
Sin embargo la añoranza al pretérito permanece en clave mítica. Como todo populismo, hace uso intensivo de los mitos como organizadores de los universos semánticos de los electores desencantados. En el caso de los nacional populismos: la explotación sistemática apunta inconfundiblemente al mito de los orígenes o terrígeno de Hesiodo, si seguimos a Campbell, para remarcar que hubo una época ideal, la cual se perdió. La movilización política apunta precisamente a recuperar el paraíso perdido mediante la regeneración social y política. Solo piénsese en el lema de campaña de Trump, “Hagamos a América grande otra vez”, que recoge toda la carga del momento seminal de expansión norteamericana del destino manifiesto del siglo XIX, o la continua referencia del Frente Nacional francés a Juana de Arco como la mítica fundadora de Francia.
En un año de elecciones cruciales para varios estados europeos, y otros que se mueven en la probabilidad de convocatoria adelantada de comicios –como Italia–, lo increíble es que aquel país que intelectuales aseguraron tenía un camino propio y diferente al liberalismo democrático occidental –Sonderweg– es hoy día uno de los últimos bastiones occidentales de la democracia liberal: la Alemania de Angela Merkel. (El Mostrador)
Gilberto Aranda