Unos años atrás, el ingeniero de software de Google, James Damore, publicó un memorando interno como respuesta a un programa obligatorio de capacitación en diversidad titulado “La Cámara de Eco Ideológica de Google”. Damore, quien era, medido por todos los estándares concebibles, el tipo de ingeniero competente y curioso por el que las empresas tecnológicas pagan fortunas para retener, cometió en esa ocasión el error imperdonable de preguntar: “¿Y si fuera la realidad -más que una misoginia intencionada- la que explica por qué más hombres que mujeres trabajan en tecnología? Además, ¿por qué me parece que podrían despedirme por hacer esta pregunta?”. Por supuesto, fue despedido menos de tres meses después por “promover suposiciones incorrectas sobre el género” y por expresar una perspectiva que “no es un punto de vista que esta empresa apoye, promueva o aliente”, según dijo Danielle Browne, vicepresidenta de Diversidad, Integridad y Gobernanza de Google.
Este caso ejemplifica la forma en que, hasta hace poco, las grandes empresas y en particular las tecnológicas, sofocaban con facilidad ciertas discusiones internas. De haber esperado el Cambio de Ambiente o el “Vibe Shift” (como lo llaman los comentaristas de cultura pop), Damore podría haber publicado el resumen de su opinión a una audiencia más que receptiva de decenas de millones de personas. Es difícil determinar exactamente cuánto tiempo ha tomado que ocurra este cambio de ambiente, pero está sucediendo. Durante el año que acaba de terminar, no ha pasado un día sin que haya visto algo, escuchado una declaración, leído una publicación o tenido una conversación con alguien que nos deja completamente sorprendidos -de una manera positiva.
El cambio de ambiente es la expresión de verdades antes indecibles, la observación de hechos previamente reprimidos y que, sin embargo, son contestables contra la naturaleza. Es la sensación de resistencia que se percibe cuando las paredes de la propaganda y la burocracia empiezan a correrse al ser empujadas. Fundamentalmente, es un retorno -una defensa- de la realidad y del sentido común, un rechazo a lo burocrático, lo cobarde, lo impulsado por la culpa; un regreso a la grandeza, el coraje y la ambición alegre, o el optimismo. Como miembros de una sociedad, es mucho más seguro mantener la boca cerrada sobre “el tema del momento” -por muy insensato que sea- si la alternativa es que te destruyan la vida. Pero a medida que las apuestas culturales, técnicas y políticas se vuelven más altas, una actitud estoica de “mantener la boca cerrada” simplemente no es suficiente. Isaiah Berlin lo describió al referirse a la Antigua Grecia cuando Alejandro Magno comenzó a destruir las ciudades-estado, y los Estoicos y Epicúreos predicaron una nueva moralidad de salvación personal: la política dejó de importar, la vida civil se consideró trivial, y las grandes ideas de Pericles, Demóstenes, Platón y Aristóteles quedaron relegadas frente al refugio individual.
En el ámbito de la tecnología y el capital de riesgo, quizá el mejor exponente del cambio de vibra se vea en El Segundo, California -“The Gundo”- donde un grupo de jóvenes brillantes y ultraambiciosos abandonó la mentalidad de “no muevas el barco y concéntrate en triunfar con SaaS” que definió el Silicon Valley de 2010-2020. En cambio, son abiertamente pro-Estados Unidos, pro-valores familiares, abiertamente religiosos, y canalizan todo eso hacia misiones importantes como fabricar hidrocarburos a partir del aire, hacer llover en lugares secos y, más generalmente, “reconstruir América”. No importa en qué círculos uno se mueva: casi todos -desde aceleracionistas de IA hasta tecnólogos, propietarios de armas, entusiastas de Bitcoin, cristianos, familias normales, niños a quienes les gusta las matemáticas o ciudadanos estadounidenses- parecen haber estado sintiendo la misma clase de presión por conformarse, estancarse y desacelerar. Y es que no sólo el “tema actual” exigía lealtad total e incuestionable de todos estos grupos, sino que, hace apenas un año y medio, cualquiera dispuesto a hablar podía ser excluido de participar en la plaza pública, para siempre.
Entonces llegó Elon Musk, liberando al “pajarito” de Twitter. Es difícil exagerar cuánto la compra de Twitter por parte de Musk ha acelerado (y quizás causado directamente) este cambio de ambiente, al abrir de nuevo la discusión y quebrar la unanimidad impuesta. Ahora los grupos más inesperados se han encontrado como co-beligerantes en una guerra existencial para preservar nuestra capacidad de hablar, computar, construir, adorar, transaccionar y vivir en paz. El cambio de ambiente es, pues, rechazar lo falso y terapéutico y reclamar lo auténtico y concreto, retomando la sospecha crítica contra el credencialismo, regresando al juicio humano y negándose a vivir con mentiras. Por eso, quienes se identifican con esta ola de transformaciones se empeñan en decir la verdad sin importar el costo.
Sin embargo, las repercusiones de este nuevo clima cultural parecen no limitarse al mundo corporativo o a la esfera tecnológica. El cambio de ambiente también sacudió al mundo la noche del 5 de noviembre pasado, y casi de inmediato se volvió global: el electorado estadounidense reelige de manera contundente a Donald Trump; el gobierno alemán cae, el gobierno francés también; el presidente de Corea del Sur declara la ley marcial; Bashar al-Assad huye de Siria. El bitcoin se dispara, el dólar se fortalece, las acciones estadounidenses suben, Tesla repunta; mientras tanto, la moneda rusa se debilita, China profundiza su deflación y la economía de Irán tambalea. Es como si Trump ya fuera Presidente. Con ello, si el cambio de ambiente cultural se centra en ponerse en “modo fundador” (en vez de nutrir comités de diversidad, equidad e inclusión), el cambio de ambiente político apunta a la “paz a través de la fuerza” en vez de “caos a través de la desescalada”.
Esta transición se manifiesta con fuerza en América Latina. El Presidente argentino, Javier Milei, es uno de los pocos líderes extranjeros a los que Trump sonríe. El cambio de ambiente global le favorece enormemente, en buena medida porque él mismo lo inició: hace un año, en Davos, lo trataban como al Sombrerero Loco. Ahora, forma parte de la “Rat Pack” de Palm Beach. Canadá, el vecino más cercano de Estados Unidos, también sintió este cambio de ambiente cuando Trump amenazó con imponer un arancel del 25% a Canadá y México el primer día de su mandato, a menos que se detuviera el cruce de fentanilo e inmigrantes ilegales hacia Estados Unidos desde esos territorios. Cuatro días después de aquel 25 de noviembre, Justin Trudeau estaba en Mar-a-Lago. La Presidenta de México, Claudia Sheinbaum, intentó mantenerse firme advirtiendo que su país “respondería con aranceles si nos imponen aranceles”, según The Economist. Pero, tras su conversación con Trump, adoptó un tono más conciliador y, poco después, el ejército mexicano incautó más de una tonelada de pastillas de fentanilo, el mayor golpe contra los traficantes de opioides en la historia del país.
Esta onda expansiva del cambio de ambiente se dejó sentir en Europa también. A los pocos días de las elecciones en Estados Unidos, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, propuso que Europa comprara más gas natural licuado de Estados Unidos para evitar nuevos aranceles a las exportaciones europeas hacia territorio estadounidense. Es un tanto embarazoso, por decir lo menos, que Europa continúe adquiriendo gas natural ruso -mientras fustiga a Rusia por la invasión de Ucrania- cuando podría sustituirlo por GNL estadounidense, más barato y que abarataría los precios de la energía. Pero resulta muy curioso que nadie lo propusiera antes del 5 de noviembre. Del mismo modo, la antes vacía idea de “autonomía estratégica” europea ahora adopta forma de un fondo de defensa de la UE de 500.000 millones de euros.
Quizá no sea mera coincidencia. Cuatro años atrás, los liberales podían creer que la presidencia de Trump había sido una aberración populista de un solo mandato y que los “adultos” regresaban para enmendarlo todo, restaurando buena parte de la política exterior de Barack Obama. Pero este nuevo ambiente arrolla a quienes confiaban en volver a la vieja normalidad. La primera semana de diciembre, en Francia, una alianza de la extrema derecha y la izquierda en la Asamblea Nacional derribó al gobierno del Primer Ministro Michel Barnier -designado por Emmanuel Macron tras unas desastrosas elecciones legislativas el verano anterior-; mientras tanto, en Berlín, la coalición del “semáforo” de Olaf Scholz (socialdemócratas rojos, demócratas libres amarillos y verdes ecologistas) cayó la misma semana en que Trump ganó. Friedrich Merz, por años la alternativa realmente conservadora dentro de la Unión Demócrata Cristiana frente a la centrista Angela Merkel, parece que será el próximo canciller. De hecho, el cambio de ambiente ha convertido a Merkel, hasta ahora “la europea indispensable”, en prácticamente una ignota. The Economist la denominó así en 2015; el 24 de octubre pasado tituló “¿Angela quién?”.
En Oriente Medio también se notan sacudidas. Joe Biden intenta atribuirse el derrumbe de los apoyos de Irán, Hezbolá y Rusia al régimen de Al-Assad, pero todo indica que el mérito recae más bien en Benjamín Netanyahu, quien no cedió ante la presión estadounidense de desescalar la guerra contra los apoderados de Irán, y en el Presidente ucraniano Volodímir Zelenski, que rechazó la oferta de Biden para huir de Kiev cuando Rusia invadió su país. La realidad es que estamos presenciando el desmoronamiento total de la desastrosa política exterior comenzada por Obama y retomada por Biden, que fortaleció tanto a Irán como a Rusia. Durante el mandato de Obama, Vladímir Putin se convirtió en ocupante orgulloso de Crimea, gran jugador en Oriente Medio y fuente de inestabilidad en África, especialmente a través de los mercenarios del Grupo Wagner. El pacto más celebrado de Obama -el acuerdo con Irán- terminó inyectando a Teherán dinero que destinó a Al-Asssad, Hamás y Hezbolá. Sumado a eso, China aceleró su crecimiento militar bajo Xi Jinping, y Kim Jong Un se consolidó en Corea del Norte con un arsenal nuclear en desarrollo.
Cuando en 2016 Trump irrumpió, frenó brevemente la inclinación geopolítica favorable a China, Rusia, Irán y Corea del Norte, pero esta regresó con fuerza tras su derrota frente a Biden. El repliegue en Afganistán y la apuesta por la “desescalada” en Europa del Este y Oriente Medio permitieron la creciente cooperación entre lo que empieza a lucir como un nuevo Eje euroasiático. No obstante, también en esa esfera parece llegar el cambio de ambiente: Trump lo dejó claro el 2 de diciembre, cuando advirtió que, si los rehenes en Oriente Medio no eran liberados antes del 20 de enero de 2025, habría “fuego y furia” contra los responsables, lo que contrasta con el tono más prudente de la administración Biden. Y cuando se supo que Al-Assad había huido a Rusia, Trump publicó: “Al-Assad se ha ido… Conozco bien a Vladímir. Es su momento para actuar. China puede ayudar. ¡El mundo está a la espera!”.
En ese plano internacional, el cambio de ambiente pasó de las charlas de moda en Bruselas y Ginebra a almirantes de cuatro estrellas, a “tech bros” y a la campaña Trump–Musk. Surgió como repulsión a ciertos excesos culturales (desde pronombres hasta piercings), pero culmina en un rechazo global al orden liberal internacional que inspiró a dos generaciones de demócratas. Podría ser fruto de autoinmolación política o de la disrupción de tecnologías como la IA, mas lo cierto es que el viejo mundo de los diplomas de la Ivy League y las imágenes cuidadosamente editadas para “colorear dentro de las líneas” parece estar desapareciendo. Hoy cotizan cosas como el coraje, que no pueden falsificarse, cosas palpablemente reales para aquellos ansiosos por dejar un futuro mejor a los hijos de nuestros hijos. (El Líbero)
Eleonora Urrutia