El domingo 17 de diciembre los chilenos regresan a las urnas. Es la segunda y definitiva vuelta. ¿Qué se juegan? Algo muy serio. Probablemente, la permanencia de millones de personas en las clases medias, y ya se sabe que la libertad y la democracia se defienden mejor cuando un porcentaje elevado de ciudadanos forma parte de ese sector socioeconómico.
Entre 1990 y el 2015 —la etapa de la democracia liberal— el país dio un tremendo salto económico. Entonces parecía que entre los chilenos existía el consenso de que era sensato insistir en el modelo de mercado, Estado reducido, estímulos a los emprendedores, sistema de pensiones basado en la capitalización individual y propiedad privada del aparato productivo, que tan buen resultado había dado en el país, aunque lo hubiera instaurado el dictador Pinochet por iniciativa de los Chicago boys incorporados a su gobierno.
En el 90, sólo el 23,7% de los chilenos podía clasificarse como integrante de los sectores sociales medios. En 2015, el número había saltado al 64,3% —casi se había triplicado—, una impresionante hazaña que había servido para colocar el país a la cabeza de América Latina y en el umbral del Primer Mundo.
Para quienes se preocupan por los niveles de las diferencias de ingresos (y no por la disminución de la pobreza, que es lo verdaderamente importante), es útil recordar que, aunque el Índice Gini de Chile es de los peores del mundo, durante ese período se ha reducido de 57 a 50. Es decir, la diferencia entre lo que recibe el 20% más rico y el 20% más pobre ha disminuido notablemente.
Los principales datos los extraigo de un estudio muy serio de Libertad y Desarrollo, un notable think tank del país que, como los cómicos, da la buena noticia del incremento de la clase media, pero la acompaña de una mala: una parte sustancial de esos sectores sociales puede involucionar nuevamente hacia la pobreza, dado que una porción importante de este grupo se sitúa muy cerca de la llamada franja de vulnerabilidad.
¿Qué es eso? El asunto tiene que ver con la definición del término “clase media”. Es una expresión vaporosa que tiene varias acepciones. El estudio de LyD se acoge a la metodología del Banco Mundial, que clasifica como clases medias a todos los adultos que obtengan el equivalente de entre 10 y 50 dólares diarios de ingresos medidos por el poder de compra. Pues bien: el grupo mayoritario de los chilenos clasificados como niveles sociales medios está más cerca de los US$ 10 diarios que de los 50. Son más propensos a regresar a los niveles de pobreza, fenómeno que hemos visto varias veces en Argentina, Ecuador, Perú, Bolivia y, sobre todo, en Venezuela y Cuba, países en los que el salario real de las personas anda por los diez dólares mensuales.
¿Qué se necesita para que algo así suceda en ese país y se descarrile lo que se ha llamado el “milagro chileno”? Sencillo: un gobierno populista que aumente irresponsablemente el gasto público; que se asiente sobre redes clientelares de estómagos agradecidos que cambian sus votos por dádivas; que olvide que los gobiernos no producen riqueza, porque ésta sólo se genera en el ámbito privado y requiere un ciclo lento de madurez que incluye trabajo intenso, innovación, inversión, beneficios, ahorros y, nuevamente, inversión.
Esto es: el descalabro vendría de la mano de uno o varios gobiernos sucesivos que olviden que el orden racional de la economía exige que el Estado viva de la sociedad y no al revés, como sucede en las naciones fallidas paridas por el peronismo, el chavismo, el castrismo y otros males similares enquistados tras las banderas de la justicia social.
Estados Unidos, que es hoy y desde hace un siglo la mayor economía del planeta, sólo ha crecido, como promedio, un 2% anual, pero lo ha hecho durante 235 años consecutivos, descontados los períodos excepcionales de recesión. Los saltos inmediatos pertenecen a las delirantes fantasías de los ingenieros sociales como Mao Tse-tung, Fidel Castro y Hugo Chávez.
Esto es lo que se juegan los chilenos el 17 de diciembre. No es poca cosa. (El Líbero)
Carlos Montaner