Yo mismo participaba de ese respaldo. Como muchos, creí lo que presagiaban los expertos más reputados de la plaza: que si no se explotaban las fuentes de energía de Aysén la situación energética del país, que ya mostraba signos de severa estrechez, simplemente colapsaría. Los argumentos de los objetores, que aludían a las energías renovables no convencionales, me parecían utópicos, sin base en evidencia. El hecho de que luego de larga tramitación el proyecto fuera aprobado por las autoridades técnicas confirmaba mi apreciación. Por lo mismo fui crítico del gobierno anterior, que dilató sine die su aprobación temiendo el rechazo de una opinión pública hostil.
Cuando este gobierno puso la cara y lo rechazó, en junio de 2014, ya mi fe en el proyecto había decaído. No así la de la cúpula empresarial, que reaccionó diciendo que con esto «se opta por energía menos limpia y más cara, en circunstancias que Chile tiene la energía más costosa de América Latina». Nada de eso ocurrió. Abortado HidroAysén, no se produjo el anunciado apagón. Y es más: el precio de la energía cayó espectacularmente, la inversión en proyectos renovables no convencionales tuvo un boom extraordinario, y Chile se ha vuelto un ejemplo mundial en la materia.
¿Qué hizo posible esos resultados? De un lado, avances tecnológicos, que han abaratado los costos y aumentado la eficiencia de las fuentes de energía alternativas, especialmente la solar. Del otro, los cambios regulatorios, sumados a un gobierno -cuya figura icónica fuera el ministro Pacheco- que promovió y facilitó la inversión. Pero lo más importante fue el rechazo a HidroAysén: con esa millonaria obra en marcha, en efecto, Chile habría estado atado de manos para aprovechar su «gran potencial de energía de bajo costo», como dijo Moro en la misma entrevista; de ahí, agregó, «ganó todo Chile con esta decisión».
Si se trata de extraer lecciones de esta experiencia, la principal, a mi juicio, es que decisiones que en su momento pueden parecer desquiciadas -como a mí y a muchos nos pareció la postergación y el rechazo a HidroAysén- terminan provocando efectos virtuosos. No es que quienes lo defendíamos fuéramos unos pícaros; lo apoyábamos genuinamente, pero, claro, en base al conocimiento del que entonces disponíamos y con ese sesgo usual que nos lleva a no prestar la debida atención, o derechamente a negar, los argumentos o evidencias que cuestionan nuestras creencias. El tiempo demostró que estábamos equivocados, y que los objetores tenían razón. Lo que confirma que los humanos tenemos la manía de creer que sabemos más de lo que sabemos, de imaginar que el futuro es más controlable de lo que es, y que al mismo se llega por una sola vía, cuando en realidad todo es más azaroso y nada resulta jamás como estaba planeado, muchas veces para mejor.
En días en que se levantan nuevamente voces que anuncian catástrofes de toda índole si no se opta por el camino de su preferencia no viene mal recordar el caso de HidroAysén, que se suma a tantas otras predicciones apocalípticas que han terminado por esfumarse. Nos puede enseñar a ser más humildes en nuestras proyecciones, a convivir mejor con la incertidumbre, a confiar más en la misteriosa sabiduría de este colectivo del que formamos parte.