El miedo siempre ha sido un elemento presente en la política, también la indignación moral. No son sentimientos muy elegantes y cuesta reconocerlos en las motivaciones propias, pero allí están.
La derecha se ha movilizado muchas veces por miedo; es un poco feo decirlo, pero es así. Después de la primera vuelta del 19 de noviembre, sintió miedo porque lo que creía una victoria segura de Sebastián Piñera quedó en entredicho con el 37% obtenido por su candidato. Se imaginó cuatro años más de reformas insensatas, de una economía estancada y una población cada vez más frustrada.
Es cierto que la distancia que separa a Alejandro Guillier de la Presidencia luego de la primera vuelta es aún mayor: debe crecer desde su escuálido 23% al 50% más uno de los votos. Pero los miedos se estructuran a partir de la brecha entre lo que la gente espera y lo que ocurre, y la derecha esperaba una mejor votación de Piñera, que lo dejara listo para ganar en la segunda vuelta con comodidad.
La movilización de la candidatura de Piñera después de la primera vuelta ha sido contundente. Mucho más terreno, preocupación por apoderados en todas las mesas, algunas concesiones programáticas como la gratuidad, mejor performance en los debates, ataques quirúrgicos a las debilidades de Alejandro Guillier, quien finalmente ha incurrido en errores como cambiar de estrategia tratando primero de encantar a los frenteamplistas con propuestas y lenguaje extremos, para luego considerar que se le ha pasado la mano y ha descuidado el centro, tornando entonces su mensaje hacia la DC y a tranquilizar a los mercados.
Pero si el miedo puede ayudar a Sebastián Piñera a ganar la elección, no lo ayudará a hacer un buen gobierno.
No es posible sostener un proyecto político basado en el miedo. La derecha debe moverse por convicciones, debe incorporar la solidaridad no para ganar un par de votos más, sino porque está auténticamente convencida de que hay que ayudar a quienes no lo pasan bien. Y en esa ayuda debe incorporar su propio sentido de justicia, debe reivindicar la lucha contra la pobreza, debe luchar porque alguien que tiene mérito pero no tradición llegue tan lejos como el que tiene tradición e igual mérito; y más lejos incluso que quien tiene tradición y menor mérito.
La derecha logrará una mayoría sólida, con los aliados que estén dispuestos a compartir su proyecto, cuando ofrezca a la ciudadanía sus propios diagnósticos y soluciones, sin adoptar los de nuestros adversarios por miedo. Cuando el avance en la gratuidad de los estudios superiores sea fruto de un análisis que considere a todos los grupos necesitados de la sociedad, que no postergue a los menores vulnerados, que no cargue injustamente a ese 50% de jóvenes que jamás seguirá estudios superiores porque tiene que trabajar para ayudar a sostener a su familia.
Los derechos sociales universales no pueden ser parte de la oferta programática de una nueva derecha, porque son esencialmente injustos y además inalcanzables. Injustos, porque se financian a partir de un esfuerzo desmedido de toda la ciudadanía a favor de grupos privilegiados con poder de presión; e inalcanzables, porque al agotar las fuentes de creación de riqueza dejan sin recursos al Estado para financiarlos. Esto no significa ignorar que una creciente clase media pide más beneficios sociales y ayuda del Estado para enfrentar sus vulnerabilidades. Significa administrar responsablemente esa demanda, advertir los efectos de distintas medidas sobre la marcha de la economía, valorar las bondades de la gradualidad en las reformas, de manera que éstas no terminen poniendo en peligro los avances que se han logrado: significa, en una palabra, liderazgo.
La centroderecha no debe dejarse amedrentar por el matonaje del frente Amplio que quiere que los pobres de Chile financien sus estudios. Debe insistir en que el otro modelo de Michelle Bachelet fue un fracaso, que empeoró la distribución del ingreso, dio menos oportunidades de empleo, perjudicó a la educación pública y estresó innecesariamente la educación particular atropellando la dignidad y los derechos de los apoderados de los niños de Chile.
La derecha puede ser inclusiva y sensible, pero no necesita ser cobarde. Porque si gobierna con las ideas y el discurso de la izquierda, volverá a tener un fracaso político, al instalar en la sociedad chilena la idea de que el futuro de los chilenos no depende fundamentalmente del esfuerzo de cada cual, sino de los regalos que le entregue un Estado clientelista.
La suerte está echada, el país decidirá el domingo. Ojalá que Sebastián Piñera, el político más exitoso que ha tenido la centroderecha en mucho tiempo, piense en el país que deja a las próximas generaciones si la ciudadanía le da su respaldo para gobernar. (El Líbero)
Luis Larraín