Cada uno de quienes ya expresaron su opinión por uno de los seis candidatos perdedores de primera vuelta debe estar pensando: ¿Por qué debería votar por Sebastián Piñera o Alejandro Guillier en el balotaje? ¿Cuáles son los factores que, considerados, valorados y jerarquizados, me debieran inclinar a traspasarle parte de mi soberanía personal para que -nada menos- maneje el poder ejecutivo del Estado durante los próximos cuatro años?
Buena parte de la ciudadanía legalmente habilitada está ante este dilema, pues, en primera vuelta, sus favoritos no lograron la votación necesaria para que el carácter e ideas sobre lo que consideraban lo mejor para sí mismos y el conjunto, se extendiera al resto. Se trata de un problema que afecta a unas 2.686.000 personas (40,7%) del total de unos 6,6 millones que sufragaron en esos comicios. El otro 59,7% ya prefirió a uno de los dos finalistas, razón por la que, es de suponer, reiterarán su respectivo voto de confianza.
¿Cuáles serían las razones (y/o impulsos) que debieran dirigir la nueva y forzada elección para esos casi 2,7 millones de personas? La lógica indica que tienen tres opciones: votar por uno de ellos, como “mal menor”, en la medida que su decisión se realiza como “segunda opción”, pues la preferencia que les redituaba el “mayor beneficio”, ya fue expresada, aunque sin éxito. Una segunda es votar blanco o nulo, optando así por seguir participando en el juego electoral, pero manteniendo fidelidad a su primera decisión; o simplemente, abstenerse de hacerlo, apartándose de un proceso en el que, derrotado el “bien mayor”, ya no ve en las propuestas ni personalidades de los finalistas, consecuencias favorables a sus intereses y deseos de mejor vida.
Respecto de las dos últimas opciones sólo decir que tienen poca significación para los resultados del próximo 17 de diciembre y, por tanto, baja incidencia en lo que ocurra en lo sucesivo. Entre quienes apostarán por seguir una preferencia secundaria, se esperaría que su votación se incline hacia el candidato que “se parece más” al predilecto, tanto en su carácter o conducta, como en sus propuestas. De allí la afirmación que asume que el 80% de los votantes del Frente Amplio lo hará por Guillier, mientras el 90% del votante de José. A. Kast lo hará por Piñera.
¿Es correcta esa apreciación?
Sabemos que, en la “líquida post modernidad”, la simple suma ideológico-política o partidista ya no es buena predictora -sino que lo digan las encuestadoras-, en la medida que, en la profunda individuación que caracteriza la “modernización capitalista”, temas que para unos son triviales, para otros son decisivos. En efecto, un elector puede coincidir con las propuestas de extensión de derechos sociales que enarbolan los candidatos, como, por ejemplo, “gratuidad para la educación terciaria” -dependiendo, además, de lo que se haya entendido por “gratuidad”, según Piñera o Guillier-, pero, al mismo tiempo, rechazar sus posturas valóricas, lo que bien puede determinar el voto, por sobre la cuestión social. Una situación similar se observa en muchos otros temas a través de los miles de cruces de sufragios entre “izquierda” parlamentaria y “derecha” presidencial, o viceversa, que solo se explican por la diversidad de prioridades que, individualmente, cada ciudadano tiene en la intimidad de la cámara de votación.
Es una decisión personal compleja pero significativa, porque, si de objetivos se trata, las diferencias ideológico-políticas entre los finalistas se ven cada vez menos contorneadas, según avanzan sus campañas. En la competencia por representar el votante moderado promedio -que sumó sobre el 65% de la primera vuelta- los dos han ido convergiendo hacia respuestas afines al sentido común, por lo que las divergencias emergen, más bien, en métodos, énfasis y ritmos para conseguir las metas comunes ambicionadas, y/o en lo más o menos ajustadas de las propuestas a los recursos con que el país cuenta para materializar las metas que parece perseguir la población.
Un tema de similar dificultad presenta la opción del “mal menor” cuando se aplica a la conducta, o carácter del candidato. En un entorno social en el que la desconfianza campea, con una profusa generación de imágenes reduccionistas creadas por los medios y en que, además, el elector no tiene por qué ver parecidos entre su favorito y el subalterno, el exigido votante de segunda preferencia se ve enfrentado a elegir entre simplificaciones de las supuestas personalidades de los aspirantes, que poco ayudan a la toma de decisión, especialmente cuando se enfatiza en los errores que ambos cometen a diario en sus discursos. Tamaño dilema que obliga a un nada irrelevante esfuerzo de consciencia y respecto del cual siempre estará al acecho la tentación de dejarse llevar finalmente por opiniones ajenas o abstenerse ante la duda.
Sin embargo, teniendo presente que no siempre las mayorías tienen la razón, ni siempre la vox populi es vox Dei -sino que lo digan los propios derrotados- hay motivos de sobra para proteger, con aún mayor celo, el derecho individual a la toma de decisiones en éste y otros variados ámbitos de la vida, pues, finalmente, para que el elegir sea procreador de la propia felicidad, debe, necesariamente, ser personal: nadie sabe mejor que uno “donde le aprieta el zapato”. Por lo demás, esta libertaria convicción -al menos en el aspecto partidista, (recordemos el “tú no eres mi jefe”), pues en otros temas muestran tendencia al colectivismo- es lo que puede haber recomendado al Frente Amplio su declaración de segunda vuelta y la “libertad de acción” dejada a sus votantes.
Entonces, si fuera cierto que las diferencias entre los finalistas son más bien metodológicas, dado que ambos defenderían el modelo -con más o menos ajustes- y la correlación de fuerzas del nuevo Congreso no augura mejores posibilidades de éxito a los “retroexcavadores” ¿es neutral el método respecto de esa mayor felicidad buscada y que los Gobiernos expresan en sus respectivas políticas públicas, según la base ideológica sobre lo que estiman el “mejor vivir”?
Veamos. Por ejemplo, trasladar al Estado el total de la responsabilidad de conducir la educación de los hijos para transformarla en “derecho universal”, vinculando así lo público con la acción exclusiva del Estado -excluyendo o dificultando la tarea a los particulares-, tiene consecuencias. La más obvia es que limita el papel de los padres en esta crucial tarea, pues el poder del Estado y mayorías circunstanciales pueden “bajar de los patines” a quienes se adelantan, aunque mutando los justos deseos de igualdad de oportunidades en un cerril igualitarismo.
De otro lado, dejar parte importante de la educación en manos privadas, mercantilizándola, suscita las desigualdades y discriminaciones profusamente criticadas y que emergen de las aleatorias suertes en materia de acumulación de recursos de cada familia, hecho que termina afectando la paz social y mejor convivencia, al definir los grados de libertad de los padres para educar a sus hijos por su capacidad de pago, tornando así la noble libertad, en libertinaje que induce al abuso.
Plebiscitar cambios relevantes, asimismo, puede parecer un retorno al “soberano”, el pueblo, aunque extremar su convocatoria también puede implicar un modo de validar poderes instalados y revivir la vieja preocupación de Tocqueville sobre la “dictadura de mayorías irreflexivas”, que sería a lo que la democracia representativa pone límites, por sobre la democracia “soberana”, “extendida” o “participativa”. No es casualidad que el plebiscito fuera herramienta predilecta de gobiernos como nazi alemán, el fascista italiano o de los socialismos del Siglo XXI.
Relativizar legalmente derechos como a la educación, salud o propiedad en función de la supuesta “universalización” de aquellos, mediante la acción de un Estado paternalista e igualador, puede generar la ilusión de que cada uno tendra acceso prioritario a dichos bienes, pero es evidente que más allá de la supuesta gratuidad de aquellos, alguien los paga -habitualmente las capas medias que no pueden eludir impuestos-, forzando la solidaridad y mutándola en manifiesta inequidad.
Es decir, en la democrática meta de proteger las libertades e igualdad de oportunidades de cada cual la pregunta es, ¿hasta dónde el Estado o mayorías circunstanciales tienen el derecho de imponernos cómo deberíamos conducirnos para ser felices?
Son miradas que, sin embargo, probablemente no estarán en las mentes de los votantes que concurran a sufragar por su “preferencia subalterna” el próximo domingo 17 de diciembre, porque sus expectativas actuales son menores. Pero es desde aquellas que cada cual edificará su futuro inmediato y mediato.
Quedan, empero, otros casi 7,5 millones de chilenos que, por años, han decidido abstenerse de este deber-derecho ciudadano, por múltiples razones y que, esta vez, podrían hacer la diferencia, reconciliándose con la política y los políticos, nuestros “representantes”, dada la influencia que, como vemos, tienen sobre nuestras vidas casi sin danos cuenta y aunque no lo queramos. No es cierto que “el voto no cambia nada” y que, “si así fuera, ya lo habrían prohibido”. El plebiscito de 1989 es una muestra.
Condición sine qua non, empero, es que, en su participación, cada uno de esos ciudadanos pueda reconocer en los caracteres, capacidades, experiencia y programas de cada candidato, las virtudes que, materializadas en esos eventuales gobiernos, los harán más felices a ellos y sus familias. La sumatoria de esas vidas justas y buenas es la que puede transformar a Chile en el país verdaderamente desarrollado que todos queremos. (NP)
Roberto Meza A.