Educación: tarea pendiente

Educación: tarea pendiente

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Aprovecho estos días intermedios entre el año que termina y el nuevo año que pronto comenzará, para reflexionar sobre un tema —la educación— que dominó la agenda ideológica y cultural durante la administración Bachelet. Lo hago a partir de un libro mío, recientemente publicado, en cuya presentación usé el siguiente texto.

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Compromiso con la Educación, título de aquel volumen, refleja bien el espíritu del mismo. Es el resultado de un continuo esfuerzo por razonar públicamente sobre nuestra educación y el papel que ella juega en la sociedad y la cultura. En Chile existe una larga tradición de esta forma de pensamiento, que arranca con los hermanos Amunátegui, Miguel Luis y Gregorio, y se extiende con Valentín Letelier, Darío Salas, Amanda Labarca, Mario Hamuy, Tomas Scherz y otros.

La diferencia radica en que hoy hay más investigadores, más centros de estudio y una mayor acumulación de conocimiento, información y evidencia en el campo de la educación y las políticas educacionales.

Si hace 20 años se publicaban anualmente uno o dos volúmenes, hoy aparecen 10 o más. En 1996 se publicaron nueve artículos producto de la investigación educacional en revistas académicas internacionalmente registradas. El año pasado el número ascendió a 351, situándose Chile como el tercer país con mayor producción después de Brasil y México.

A veces imaginamos que esta transformación podría deberse al hecho de que la educación juega actualmente un rol decisivo en las sociedades, como no había sucedido antes en la historia.

Sin duda, la formación de capacidades humanas y de destrezas cognitivas y sociales, la distribución de oportunidades de vida, la movilidad entre generaciones y la productividad y competitividad de la economía y las empresas son hoy incomparablemente más dependientes de la educación formal y el aprendizaje que en ningún momento anterior de la historia humana.

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Sin embargo, la educación —institucionalmente organizada— ha sido una preocupación fundamental de todas las sociedades. Platón le dedica importantes secciones en dos de sus mayores obras. Y en su tiempo comienza la disputa por la legitimidad moral de la enseñanza a cambio de dinero. Los sofistas fueron acusados de vender su arte, la retórica, “con fines de lucro”, según se diría hoy. En Roma aparecen las primeras formas de enseñanza privada y el arquetipo de una educación adoptada de otra nación culturalmente más poderosa. Pues como escribió el poeta Horacio: “La Grecia conquistada conquistó a su fiero vencedor e introdujo las artes en el rústico Lacio”. Durante la Edad Media, en dos o tres de los Concilios Lateranenses —entre los siglos XII a XVI— la Iglesia Católica discutió y luego proclamó la gratuidad de la educación para los pobres. Y en 1762, un intelectual alemán —Melchior von Grimm— anota en su diario: “La moda de este año es escribir sobre problemas de educación”.

En efecto, con el arribo de la modernidad —partiendo desde Europa, donde la ley general de educación de Austria de 1774 declara que “la educación de los niños de ambos sexos es la base de la felicidad de la nación”— se inicia una curva ascendente del discurso y la retórica educacionales. Fenómenos cada vez más amplios y variados de las naciones pasan a ser atribuidos —o se declara son un resultado— de la educación. La felicidad, como vimos, pero también el crecimiento de la economía, la formación de los ciudadanos, la estabilidad de la democracia, la movilidad entre generaciones, el racionalismo científico-técnico, la preservación de las humanidades y la alta cultura.

Rosseau, en su Emilio, publicado en 1762, inaugura ese discurso que exalta los poderes y las virtudes de la educación, que hoy encuentra expresión en cientos, miles, de documentos, especialmente de organismos internacionales como la OCDE, el Banco Mundial, la UNESCO o el BID.

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Por todas partes la educación aparece retratada en su máxima potencia, como una posibilidad de salvación secularizada del mundo.

Los economistas han sido los principales promotores del argumento sobre los amplios beneficios —individuales y sociales, privados y públicos, monetarios y no monetarios— que traería consigo la educación, especialmente en su nivel superior, en aspectos tan diversos como salud, tributación, desarrollo y uso de tecnologías, solidaridad y filantropía, participación en organizaciones voluntarias, comportamientos democráticos, crianza de los infantes, y muchos otros.[ii]

Este argumento, así como parte de la justificación económica para prolongar la educación desde la cuna hasta la tumba, no repara, sin embargo, en el hecho de que la educación, al mismo tiempo que posee virtudes —potenciales y reales— de emancipación humana y progreso comunitario, tiene inscrita en sí también una lógica de reproducción de las desigualdades sociales.

Como ya observó Platón en su tiempo, el dios que crea a los hombres hace entrar oro, plata o hierro en su composición, distinguiendo así a los llamados a gobernar, a ser sus auxiliares o a convertirse en labradores y artesanos, respectivamente. Y agrega: “Ahora bien, este dios previene, principalmente a los magistrados que de todas las cosas de las que deben ser buenos guardianes, se fijen sobre todo en el metal de que se compone el alma de cada niño. Y si sus propios hijos tienen alguna mezcla de hierro o de bronce, no quiere que se les dispense ninguna gracia, sino que se les relegue al estado que les conviene, sea al de artesano, sea al de labrador. Quiere igualmente que, si estos últimos tienen hijos en quienes se muestren el oro o la plata, se los eduque a los de plata en la condición de auxiliares [encargados de la defensa], y a los de oro, en la dignidad de guardianes, porque hay un oráculo que dice que perecerá́ la república cuando sea gobernada por el hierro o por el bronce”.

Efectivamente, desde antiguo, y hasta el presente, la educación ha servido —en la mayoría de las sociedades del mundo— para mantener separados los metales más y menos nobles con que llegamos al mundo y así reproducir la estratificación entre clases y grupos de la sociedad.

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La investigación contemporánea confirma con abundante evidencia que los variables logros académicos de los estudiantes se hallan fuertemente condicionados por la familia de origen; el llamado “efecto cuna”. Como ha dicho James Heckman, Premio Nobel de economía, “el capital humano adulto (y el consecuente éxito en la vida) se define durante los primeros años de un individuo”. Y agrega: “Es importante reconocer que alrededor del 50 por ciento de la varianza en la desigualdad de los ingresos a lo largo de la vida se halla ya determinado alrededor de los 18 años”[v], o sea, antes de ingresar a la educación superior.

Esta brecha que se crea entre una concepción que otorga a la educación un máximo poder como fuerza productiva, igualadora y liberadora de las sociedades por un lado y, por el otro, la constatación de que los sistemas educacionales tienden a reproducir las ventajas y desventajas del origen social, es el mayor desafío que enfrenan las políticas educacionales de los países en desarrollo, Chile incluido.

En efecto, la promesa de la educación —de poner a todas las personas frente a iguales oportunidades de formación y desarrollo a lo largo de la vida con independencia de su cuna — permanecerá como una mera ilusión mientras no aseguremos un mínimo igualitario de aprendizajes de calidad para todos.

Basta pensar que hoy día, entre un tercio y la mitad de los jóvenes que asiste a nuestra enseñanza secundaria no adquiere las competencias cognitivas más elementales de comprensión lectora, manejo numérico y razonamiento científico necesarias para desenvolverse en las condiciones actuales de la sociedad. Asimismo, alrededor de un 40% de nuestros alumnos no muestra un desempeño mínimamente satisfactorio en el uso de las tecnologías digitales, no domina las competencias requeridas para el trabajo colaborativo, no logra una formación ciudadana mínimamente adecuada y, en una proporción todavía mayor, no obtiene un nivel básico de uso del idioma inglés.

No necesito decir que la mayoría de los jóvenes pertenecientes a este grupo nace en condiciones desfavorables, sobrelleva por tanto el peso de un efecto de cuna negativo, no hereda un capital social y cultural suficiente para acceder a trayectorias escolares de calidad y, en cambio, asiste a colegios que no compensan estos déficits. Al contrario, estos niños y jóvenes obtienen una educación que, como proponía Platón, reproduce la composición de metales con que la diosa Fortuna nos arroja al mundo.

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En fin, este libro reflexiona y toma posiciones —las más de las veces sin ira, pero con pasión— sobre las políticas públicas y reformas que podrían servir para estrechar aquella brecha entre las promesas de la educación y su carácter meramente reproductivo de las desigualdades de la cuna.

Pienso que durante las últimas dos décadas hemos avanzado enormemente en la labor civilizadora de la educación, al abrir el acceso desde el pre-Kinder hasta la educación superior a todas las hijas e hijos del oro, la plata, el hierro y el bronce. Me temo sin embargo que llegados a este punto debemos reconocer que la tarea esencial —la de compensar, o siquiera mitigar, las desventajas generadas por el efecto cuna— continúa pendiente. Siento además que ahora último estamos enredados en abstrusas polémicas, mientras la calidad de nuestra educación sigue siendo relativamente mediocre, desigual y parece hallarse estancada.

Quizá este libro pueda contribuir a la reflexión sobre cómo mantener la esperanza en la promesa de la educación junto con acercarla a la realidad para que no acabe como una pura ilusión. (El Líbero)

José Joaquín Brunner

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