Hannah Arendt y Gabriela Mistral: Feministas a su manera

Hannah Arendt y Gabriela Mistral: Feministas a su manera

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Hannah Arendt y Gabriela Mistral, mujeres no solo de la carne, sino también del espíritu, tuvieron diferencias sorprendentes, si no escandalosas, con el feminismo de su época. Sin embargo, las promotoras de los derechos de la mujer pueden reclamarlas, hoy, para sí y con justicia, como testimonios certeros de la igualdad, tanto por lo que fueron como por lo que dijeron.

Gabriela Mistral escribe agobiada: «Soy una que sabe más que los otros y que puede menos que casi todos los otros. Ser mujer es todavía una pequeña parálisis». Se reconoce discriminada y atacada por un odio que «se llama mujer mejor que hombre». Por ello sorprende, y mucho, una primera lectura de sus escritos en torno a la condición de la mujer. Sorpresa, pues uno pudiese pensar, sin controversia posible, que fue una feminista a carta cabal. Pero no, muchas veces, no todas, Mistral rechazó con molestia tal calificación. Sobre todo descalificó el feminismo de su época, al que públicamente acusó de ser de tertulia, urbano y de clase alta. Para algunos el pasmo puede devenir en ira cuando descubre que la poeta proclamó, con subidísimo dolor personal, que la única razón de ser de la mujer era la maternidad. Ni más, ni menos.

Superada esta aproximación e iniciada, como quien no puede dar crédito a sus ojos, una segunda lectura, surge otra Gabriela Mistral. Esta, en una ocasión, se definió como una feminista «en pequeño». Con categorías del presente y sin pecar de anacrónicos se puede sostener que fue una feminista política, que exigió el sufragio universal; feminista social, que demandó la igualdad salarial entre varones y mujeres; feminista de la diferenciación, conminando el reconocimiento de las diversas formas de ser mujer: madre niña, madre soltera, trabajadora, campesina o indígena, no solo la de clase media ni la adinerada; y, finalmente, feminista de la afirmación, al marcar la diferencia decisiva sobre el varón: la maternidad, en sus diferentes expresiones. En consecuencia, como una vez lo declaró en Cuba, era tan gratuita la leyenda que la calificaba de antifeminista como la contraria. Gabriela sola y descastada.

Hannah Arendt, en el atardecer de su vida, manifestó ser «bastante anticuada», pues creía, entre otras cosas, que existían determinadas ocupaciones inapropiadas para las mujeres, que «no le pegaban». En pleno auge de los movimientos de derechos civiles, dictó otro anatema al decir que recelaba de aquellas mujeres que daban órdenes. Como si fuese poco, reclamó que no tenía por qué renunciar a sus privilegios como mujer, y a las feministas de su época les preguntó: «¿qué perdemos si ganamos?» No es sorprendente que la hayan acusado de encarnar la tragedia de una mente femenina nutrida con ideologías masculinas. De este modo Arendt, apreciada por sus amigos como intensamente femenina, demostró ser, una vez más, una paria impenitente.

Empero, y por lo pronto, Arendt creía, por lo menos así lo afirmó en una oportunidad, que los varones conformaban el sexo débil por estar «alejados del sentido intuitivo por la realidad, más susceptibles a los engaños del concepto, más propensos a las ilusiones». Tan frágiles los consideró que aceptó, por un tiempo, jugar condescendientemente el papel de una mujer no muy inteligente, para no angustiar más al pobre de Martín Heidegger, quien no soportaba la popularidad de su exdiscípula, ¿ahora maestra? Por otro lado, ella recordaba que el propio Jesús de Nazaret, al discutir la relación entre hombre y mujer, se remitió a aquella versión del Génesis en la que se sostiene que Dios «macho y hembra los creó». Nuestra filósofa lo destacaba, pues el nazareno no recurrió a la otra versión, a la muy popular historia de la costilla de Adán, en la que la mujer proviene «del varón», por lo que se dedujo que era «para el varón». Arendt, judía que invoca al mesías de los cristianos, es, ya lo sabemos, una mujer libre.

En suma, la causa femenina puede encontrar fundamento en Hannah Arendt y Gabriela Mistral. Ellas fueron unas adelantadas, sin pedirlo ni recibir encomienda para ello, al ingresar en una provincia extranjera cuyo gobierno no tardaría en ser reclamado por nuevas generaciones de mujeres. (El Mercurio)

Sergio Micco

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