La intensa agenda política de estos días ha hecho pasar prácticamente inadvertido un proyecto de ley, liderado por el Ministerio de Economía y presentado recientemente al Congreso Nacional, sobre simplificación legislativa.
La iniciativa no solo viene a derogar cien cuerpos legales obsoletos, sino que además crea un plan de revisión y derogación legislativa —elaborado por el Presidente de la República con la participación de otros poderes del Estado y de la sociedad civil— a través del cual se propone la revisión periódica del entramado legislativo nacional para evitar que este se sature de leyes obsoletas que nadie conoce, y menos entiende, pero que siguen vigentes, y advertir las dificultades en la aplicación de las leyes. Se crea así una verdadera auditoría al stock legal que nos rige, muy bienvenida, que permitirá a Chile comenzar a ponerse a tono con lo que, hace ya algunos años, están haciendo otras jurisdicciones en esta materia.
La proliferación de normas es una particularidad de los sistemas normativos occidentales, de la que Chile no es ajeno. En efecto, nos rige un sinfín de cuerpos legales, muchos de ellos en desuso, en otros casos contradictorios entre sí, de difícil interpretación, conciliación y comprensión, y en que la dispersión y, en ocasiones, el tratamiento disímil de situaciones similares resulta en una falta de coherencia abrumadora. A ello se suma la cantidad de leyes o disposiciones que están formalmente vigentes, pero que han sido derogadas de forma tácita por la aprobación de normas posteriores.
Toda esta situación dificulta el conocimiento de las leyes verdaderamente vigentes y pone en entredicho la consistencia del marco jurídico. Y la verdad es que, por sí sola, la situación no iba a mejorar. En Chile legislar, y hacerlo básicamente de cualquier forma, es gratis pues los actores son múltiples, las responsabilidades se diluyen y se atribuyen, además, cruzadamente, entre el Ejecutivo y el Legislativo de manera que, salvo algunas excepciones en que a alguien le cueste el cargo, los involucrados suelen no pagar los costos asociados de aprobar una legislación defectuosa. A su vez, la tendencia a evaluar a los gobiernos o al Congreso por el número de iniciativas que se aprueban en un determinado mandato se ha convertido en un incentivo perverso que no ayuda a la simplificación regulatoria.
El número creciente de leyes y una técnica legislativa que dista de ser ideal hacen que la calidad de vida de los ciudadanos, de los emprendedores e inversionistas, pero también del regulador y fiscalizador, sea poco óptima en términos normativos, generando complejidades importantes a la hora de supervisar el cumplimiento de las leyes; lentitud en el funcionamiento del Estado; incerteza jurídica; desconfianza en las instituciones y, por ende, desincentivos potentes para la realización de actividades de la más diversa índole.
El excesivo entramado legal y regulatorio, a ratos desconcertante para cualquiera, pareciera reflejar una forma de gobernar que no se centra en el bienestar de los ciudadanos a quienes, más bien, se les endosa la carga de lidiar con la inflación normativa.
Habrá quienes miren este fenómeno de simplificación con cierto escepticismo. Para algunos, mayor regulación equivale a un Estado más fuerte y una ciudadanía más protegida. Pero al final del día es al revés. Desde la perspectiva del ciudadano como del supervisor, menos es más. La clarificación y simplificación del conjunto normativo para reducir el volumen regulatorio y su dispersión, y la eliminación expresa de normas en desuso contribuirán a un marco jurídico más coherente, comprensible, accesible y predictible, lo que facilitará su cumplimiento y fiscalización, aumentando la seguridad jurídica, esencial para el desarrollo.
Además, constituye un prerrequisito para poder dar curso a otras políticas en trámite que se orientan a optimizar la calidad de la regulación y a evaluar la legislación vigente. Asimismo, permitirá reducir el desgaste y los costos de transacción que enfrentan tanto el regulador como el regulado, permitiendo al último concentrarse mayormente en la actividad que realiza, lo que debiese tener un efecto positivo en la productividad.
En consecuencia, la política regulatoria no corre por carril separado hacia la meta de lograr un país desarrollado, sino que es una parte esencial de las políticas procrecimiento. Por ello, cabe celebrar que el Ejecutivo se esté tomando tan en serio la tarea de hacer de nuestro marco legal vigente uno más racional y lo eleve a un objetivo de primer orden. (El Mercurio)
Natalia González