Una de las reformas a la Constitución de 1980 eliminó su artículo 8º, aunque trasladó algunos de sus criterios al artículo 19, nº 15.
Pocos son los que recuerdan hoy el texto del famoso artículo original.
¿Qué decía concretamente el 8º? Que “todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases, es ilícito y contrario al ordenamiento constitucional de la República”. Le correspondería al Tribunal Constitucional conocer de las eventuales infracciones al artículo.
Sí, pocos recuerdan el texto, pero justamente quienes más insistieron en su derogación —las izquierdas de todos los tipos— han ido poniendo en práctica un sistema de restricciones informales a la libre expresión mucho más amplio y difícil de contrarrestar que el establecido en el texto original de la Constitución.
Tres diferencias distinguen, eso sí, a los comportamientos actuales de los criterios que contenía el artículo original.
Primero, el espectro de lo perseguible es hoy mucho más amplio. Es simplemente ilimitado, infinitamente expansivo, y depende de los humores y objetivos de los operadores que las izquierdas tienen en las redes sociales, en los colectivos y en los territorios.
Por supuesto, las opiniones que se busca proscribir nada tienen que ver con los proyectos totalitarios, con la lucha de clases, con los atentados a la familia o con la promoción de la violencia. Son otras, muy distintas.
Un diputado de derecha rechaza la idea de indemnizar a quienes él califica de terroristas. Una diputada frenteamplista se dirige hacia su escaño con afán de agredirlo. No argumenta, porque ya lo ha juzgado y condenado. Un sacerdote designado para ser obispo auxiliar declara sobre el papel femenino en la Iglesia Católica. Más de mil personas, muchas mujeres entre ellas, envían una carta en su contra. No le argumentan, porque ya lo han juzgado y condenado. Un filósofo defiende públicamente la familia fundada en el matrimonio heterosexual. Un alumno lo denuncia por ofender a los homosexuales. El joven no argumenta, porque ya ha juzgado y condenado al educador.
Como usted bien sabe, estos tres ejemplos son absolutamente ficticios, porque en Chile todavía no se ha llegado tan lejos…
En segundo lugar, quienes inician la persecución de los eventuales ofensores no corren peligro formal alguno, porque no tienen que esforzarse en argumentar jurídicamente, ni arriesgan su prestigio a través de acciones formuladas a partir de personerías institucionales. Nada de eso. Ellos son jueces populares, anónimos y masivos. Escogen la opinión que debe ser anatematizada, se coordinan y emiten veredicto social. Social, porque logran olas de apoyo que generan una sensación de justicia plena y definitiva.
Y, finalmente, por supuesto no pretenden que pueda operar un Tribunal Constitucional eventualmente habilitado para zanjar la cuestión, porque a ese mismo Tribunal ya se han encargado, por años, de juzgarlo y de condenarlo. Quedan, entonces, disponibles solo tribunales menores mucho más fáciles de presionar o de infiltrar, mucho más débiles.
El nuevo artículo 8º dice así: “Todo acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra la verdad histórica oficial de la izquierda, o que promuevan la moral natural, una concepción tradicional de la Iglesia, de la vida social o del orden jurídico, es ilícito y contrario al progresismo imperante. Le corresponderá a la masa hacerse presente en las redes, juzgar y condenar las evidentes infracciones a este artículo”.
Gonzalo Rojas/El Mercurio