Parafraseando a Diosdado Cabello, Ecuador está siendo azotado por una “brisita bolivariana”. Y tiene razón. Desde lejos se sospechaba que era así. Por lo tanto, se debe agradecer la inestimable sinceridad de Cabello. Sin embargo, todo apunta a que la crisis ecuatoriana es un poco más profunda y compleja. Tiene muchas más causas que actitudes injerencistas de A o de B. Veamos.
En efecto, Ecuador, salvo contados micro-períodos, ha vivido desde hace décadas en situaciones convulsas. Por cierto que cada una tiene su sello distintivo, pero tienen en común que son desatadas por dirigentes temerarios, dotados de fértil imaginación y con ideas suficientemente descabelladas como para provocar espirales de crisis.
En esta oportunidad, el país llega al final de un ciclo de relativa calma, iniciada en 2007 con Rafael Correa y comienza otro, marcado por una rebelión indígena y huelga de transportistas, extrañamente acicateados, y que tienen al Presidente Moreno a la defensiva, al punto que el gobierno debió mudarse hacia otra ciudad.
En el fondo de la actual crisis hay una lucha fratricida entre el Presidente Lenin Moreno y su antecesor (y antiguo amigo), Rafael Correa, inmersa en una crisis mayor, que sacude a varios países de la región. Se trata de una lucha ya indisimulada, que ha calado tan hondo en el país, que una salida pactada se ha vuelto imposible. Son dos escorpiones dentro de una misma botella. Esto marca un matiz relevante y una diferencia notoria con otros ciclos convulsos vividos por el país.
Entre estos últimos destaca el tórrido bienio (1996-1997) cuando gobernó el país, Abdalá Bucaram, apodado “El Loco”, quien se transformó en uno de los jefes de Estado más excéntricos del siglo 20 en toda América Latina. Los numerosos escándalos en que se vio envuelto, llevaron al congreso a destituirlo por insanidad mental. Y hubo algo más. El 8 de febrero de 1997, cuando Bucaram se negó a reconocer su destitución, el país amaneció con tres presidentes auto-proclamados.
La clase política ecuatoriana de entonces se vio obligada a un largo y pedregoso camino, pues en aquella oportunidad, las FFAA se negaron a tomar el control del país, pese a invitaciones explícitas.
En la actual crisis, las FFAA han optado por esperar a que la situación decante. Lo más probable es que su paciencia dependerá de las habilidades que muestre Moreno para sortear los duros desafíos sociales y políticos que se avecinan y para atender los compromisos de la deuda externa heredada de Correa.
La verdad es que la anarquía post Bucaram derivó en un prolongado marasmo, hasta que apareció esa figura providencial, Rafael Correa –Mashi para los amigos-, quien impuso una cierta estabilidad, gracias al precio del petróleo, a un astuto acercamiento con Beijing, pero especialmente a un fuerte endeudamiento externo.
Imposibilitado de seguir re-eligiéndose, ungió a Lenin Moreno como sucesor momentáneo con la esperanza de volver en gloria y majestad. Sin embargo, ocurrió lo inevitable. Moreno, lenta pero consistentemente, fue tomando distancia de Correa y de todo cuanto éste representara. Entregó a Julian Assange a las autoridades británicas, cerró el faraónico edificio que Correa construyó como sede de Unasur, destinado a ser la capital de la “Patria Grande” (incluso hace pocos días, Moreno ordenó retirar la escultura de Néstor Kirchner situada a la entrada, un regalo de Cristina), investigó casos de corrupción y despilfarro de recursos públicos.
Obligado a autoexiliarse, Correa mantiene en lo íntimo de su admiración a uno de los presidentes populistas más extraordinarios que haya producido América Latina, José María Velasco Ibarra, quien fuera cinco veces presidente de Ecuador. Solía decir, “dadme un balcón y seré Presidente”. Confiaba infinitamente en su oratoria, para regresar al palacio Carondelet.
Sin embargo, Correa no es un animal político como Velasco, sino producto de circunstancias fortuitas. Tuvo una infancia muy difícil por su padre apresado en EEUU por tráfico de cocaína, siendo el providencial apego de su madre a los salesianos lo que le permitió acceder a la educación básica y universitaria. También por casualidades trabó amistad con Alfredo Palacios y Gustavo Noboa, quienes lo impulsaron a participar en política. Siendo ministro de A. Palacios, Correa se hizo popular no sólo por declinar los consejos del FMI; ahí se descubrió que hablaba quechua, lo que le permitió una comunicación fluida con grupos indígenas.
El hombre es histriónico, pero sin hybris. Una nerviosa sonrisa le traiciona a la hora de querer sobrepasar niveles extremos. Gobernó combinando excesos sin romper los límites. Por ejemplo, mantuvo durante todo su mandato el dólar como moneda de uso corriente en el país, aunque verbalmente no ahorrara epítetos en contra de EEUU.
Desde su auto-exilio en Bruselas ha agitado las aguas contra Moreno. El Presidente Moreno ha denunciado que Correa viaja continuamente a Cuba y Venezuela sin agenda que se conozca. Si ello es cierto, lo más probable es que sea para transformar la “brisita bolivariana” en una tormenta. (NP)
Iván Witker