La principal razón de existencia de los gobiernos en los Estados nacionales es moderar y controlar la violencia como forma de resolver los conflictos entre sectores de una misma sociedad. En realidad, surgieron precisamente por su capacidad para impedir las disputas que eran frecuentes entre grupos locales, religiosos o de clanes familiares que tenían consecuencias de muerte o lesiones a las personas y daños a la propiedad.
El monopolio o supremacía en el uso de la fuerza entregado al Estado obligó a generar contrapesos. Así nacieron las constituciones que lo limitan y los tribunales que lo controlan, siendo un elemento clave la protección de las minorías ante acciones emanadas de mayorías transitorias.
Las fuerzas de seguridad han vivido a su vez un proceso de prueba y error, en el esfuerzo de limitarlas sin impedir su necesaria eficacia. Más de una vez un lamentable suceso policial ha llevado a una comunidad a restringir el uso de la fuerza pública, para verse obligada a revertirlo más adelante cuando la violencia recrudece.
Los hechos recientes de violencia desatada, desde aquellos con precisión militar que en pocos minutos inutilizaron 19 estaciones del metro, hasta los saqueos y vandalismos propios de los antisociales, criminales, barras bravas o miembros de la mafia de la droga, muestran que el balance entre facultades y limitaciones es hoy inadecuado. Probablemente por razones históricas, que se remontan a casi medio siglo, el equipamiento, entrenamiento, facultades y respaldo de la autoridad política con que cuentan las fuerzas de seguridad y orden no está permitiendo al Gobierno cumplir con eficacia su tarea primordial, que es contener la violencia y proteger a la ciudadanía.
La autoridad parece no comprender que el problema de Chile hoy no es que la fuerza pública no tenga controles. Chile no es ni Venezuela ni Cuba, países totalitarios, donde la policía es un instrumento de represión del régimen de turno. El Gobierno parece temer que permitirles actuar con la eficacia necesaria ante la magnitud del desafío producirá algún hecho lamentable, a veces inevitable, en este tipo de circunstancias, cuyo costo político no desea afrontar.
Pero el costo político que está pagando por su indefinición es más grande de lo que imagina. Si bien la seguridad pública es responsabilidad de todos los poderes del Estado, el Presidente es el más afectado. Una de las principales razones que llevaron a la ciudadanía a elegirlo por segunda vez es que parecía ofrecer mejores garantías en los temas de seguridad. Ello y la esperanza de un mayor progreso económico fueron sus principales promesas. El poco éxito hasta ahora en la primera, y las consecuencias que ello está teniendo en un débil repunte económico, lo están dejando sin su base de apoyo y las encuestas así lo muestran.
La sensación de inseguridad es tan grande, que sondeos públicos muestran que un abrumador 90% de la población estima necesario y legítimo autodefenderse. Es una reacción espontánea, ya que ningún líder de opinión ni medio de prensa ha puesto el tema en la agenda pública.
Se empieza a degradar de esa manera uno de los elementos fundamentales de la vida civilizada.
Pero existe otra dimensión de lo que Chile vive hoy, que agrava la situación y exige aún más presencia de ánimo del Gobierno. Los seres humanos estamos restringidos en el cumplimiento de nuestros deseos y anhelos por las limitaciones propias de la realidad. Los economistas lo llaman escasez. Los medios de comunicación y redes sociales han colaborado en hacer proliferar movimientos masivos que en distintas formas expresan sus legítimos deseos. Desgraciadamente muchos de ellos son imposibles de lograr en el corto plazo o son incompatibles entre sí en lo inmediato. Sin inversión e innovación no existe la posibilidad de tener servicios más abundantes y más baratos. Solo el tiempo y el progreso lo permiten.
Es necesario ponderar constantemente los deseos, medios disponibles y las consecuencias de largo plazo de lo que hacemos hoy. Solo así es posible adoptar decisiones de política que permitan a la sociedad progresar y satisfacer cada vez mejor sus deseos. Las democracias representativas buscan precisamente ese equilibrio. La ciudadanía cada cierto tiempo y en forma programada cambia a sus representantes, y ellos deben responsabilizarse a veces de tomar decisiones complejas, pero realistas.
Con la tecnología de hoy se podría encuestar o consultar en cada momento a los votantes; pero ello solo llevaría al caos, ya que grupos pequeños, pero muy organizados, impondrían los temas de su preferencia. La solución viable, democrática y que permite el progreso es que representantes elegidos tomen opciones más realistas, pero que su ámbito de acción sea a su vez limitado para que las familias y distintos grupos de la sociedad forjen libremente su propio destino.
Sin embargo, parece que la mezcla de violencia y protestas está llevando a la clase política a dejar de cumplir su tarea. Quizás esperan frenar la violencia tratando de cumplir todo lo que se reclama, ya que mientras más violento, más rápido se actúa. Pero es fácil predecir la escalada que se produce con ello. Si alguien obtuvo con una mezcla de violencia y protesta su primer objetivo, ¿por qué no otro grupo buscará lo mismo? ¿O el mismo grupo buscará un nuevo objetivo? Gratuidad en el metro, menor costo de electricidad, mejores pensiones, condonación de los créditos. La lista es interminable y en pocas semanas, y en forma increíblemente improvisada, la clase política acordó generar la inseguridad máxima: puso fecha de término a la vigencia de la Constitución sin decir qué se busca al reemplazarla. El camino elegido es resbaladizo.
Cuando los representantes elegidos para gobernar evaden su responsabilidad y actúan al ritmo de la violencia y las protestas puede ser el principio del fin de la democracia. El terreno queda allanado para que los violentistas extremos mantengan la presión. Después de todo, ellos buscan la destrucción total, como elemento necesario para supuestamente construir todo de nuevo. Si bien no son muchos, tienen organización, disciplina y redes internacionales. Incluso es posible ver inscripciones cerca de embajadas de Chile en otros países de “renuncia Piñera”, “si es necesario matar al Presidente”.
Ya dijimos que la paradoja es que casi la totalidad de los deseos que desordenadamente expresa la ciudadanía solo se consigue si el país progresa. La primera prioridad de los líderes de la sociedad chilena debiera ser entender qué llevó al país al estancamiento y cómo volver a acelerar el avance. Las expectativas incumplidas son el germen del descontento, y del Presidente Piñera se esperaba que fuera capaz de revertir el deterioro. Habría bastado un crecimiento del 5% o el 5,5% a partir del año 2000 para que el país fuera hoy en términos per cápita un 33% o un 46% más rico. Siempre existirían problemas, pero sin duda serían de otra magnitud a los de hoy.
El camino iniciado no es promisorio. El ministro Larraín esperaba un crecimiento en un rango de 2,4% a 2,9% para este año, y de 3,0% a 3,5% para el próximo. Al asumir, el ministro Briones pronosticó un rango de 1,8% a 2,2% y uno de 2,0-2,5%, respectivamente. Hoy se hace difícil alcanzar el 1,5% este año, y si la incertidumbre de la discusión constitucional se acentúa, el 1% es una meta ambiciosa para el año 2020. Es cierto que el Gobierno puede recurrir a estímulos fiscales y monetarios adicionales, pero en el mundo interconectado e informado de hoy puede ser un arma de doble filo si las ambigüedades se multiplican.
Ni los empresarios ni los demás actores del proceso económico parecen comprender cabalmente el beneficio que su actividad ha traído a los chilenos. Más abundantes, mejores y más variados productos y servicios a precios cada vez más convenientes para las grandes mayorías. Esa es la principal manera de avanzar para satisfacer, en lo material, los múltiples deseos expresados por la sociedad chilena. Algunos lo harán con empresas con mucho capital y poca mano de obra muy especializada y altamente remunerada. Otros, con un gran número de trabajadores que requieren aprender y entrenarse antes de poder avanzar y subir sus ingresos. Todas las opciones son viables, igualmente válidas y necesarias.
Los representantes elegidos, en especial el Presidente, dada sus mayores facultades y responsabilidades, deben sin duda escuchar, pero finalmente su deber es elegir e iluminar el rumbo más adecuado y no derivar empujados por la violencia.
Hace años parecía que Chile saldría del subdesarrollo. Hoy puede ser uno de esos momentos de la historia en que se sepulta definitivamente esa opción para la generación joven que ebulle en inquietudes. Esperemos que no sea así y que por el contrario veamos renacer la esperanza. (El Mercurio)