Han pasado 50 días desde que comenzaron las protestas, a estas alturas transformadas en crisis. No sabemos cuánto tiempo resta para dar por superada esta emergencia. Sin embargo, podemos sacar algunas conclusiones, aunque sean provisorias.
Quienes dirigen el país en las distintas instancias de poder no advirtieron lo que se venía, pese a que hubo diversas manifestaciones masivas que daban cuenta de un malestar difuso: la protesta de Aysén de 2012, las reiteradas manifestaciones demandando otro sistema previsional o aquéllas que tuvieron lugar en zonas críticas por la contaminación ambiental o en lugares donde se pretendían instalar vertederos de basura o construir cárceles. Además de los movimientos estudiantiles durante los primeros gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, que daban cuenta de la irrupción un tanto descontrolada, insatisfecha e iracunda de nuevas generaciones formadas en democracia.
En todos estos casos la gente denunciaba el desconocimiento de un derecho o la perpetración de un abuso. La causa principal de este malestar son las aspiraciones insatisfechas de la población; una vez cuadruplicado el ingreso nacional, el Estado no cuenta con los recursos suficientes para brindar los servicios o crear los bienes públicos necesarios, siendo la carga tributaria en torno al 20% del PIB. Para lograrlo habría que aumentarla significativamente, aunque sea en forma gradual y así mantener el equilibrio fiscal. El límite está dado por la competencia en el mercado mundial de nuestros productos y servicios. Pero hay margen para avanzar.
Se afirma que las desigualdades ilegítimas son la causa de estas manifestaciones, que no sólo están ocurriendo en Chile sino también en Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, en países del Medio Oriente como Argelia, Irak, Irán y el Líbano y desde hace más de cinco meses en Hong Kong. A ese ingrediente de fondo hay que sumar otros factores: el freno al crecimiento económico, por ejemplo en América Latina, los escándalos de corrupción de las elites y la mayor presencia territorial del narcotráfico.
La respuesta política obvia al movimiento social es una agenda de transformación a corto y mediano plazo. El Gobierno ha respondido con una serie de medidas a favor de los sectores de bajos ingresos. Pero no las ha enmarcado en un proyecto transformador. Sobre los cambios estructurales, principalmente en salud y pensiones, todavía hay incertidumbre. Esos mayores gastos se pueden cubrir en un primer momento aumentando el endeudamiento público, pero a poco andar deben ser cubiertos con ingresos permanentes. Por eso se habla de un nuevo pacto social que abra paso a un crecimiento con mayor redistribución.
El alza tributaria tiene límites fijados, entre otros elementos, por la competitividad de nuestros productos y servicios en el mercado global con países que tienen menores costos de producción. El peso tributario no puede ahogar la inversión. Pero hay espacio para avanzar.
En forma paralela se ha concordado un camino para dar pie a un proceso constituyente que debería culminar con una nueva Carta Fundamental. El destino final dependerá del clima social y político que impere en el país y de la composición de la Convención. El meollo del asunto es definir una nueva forma de democracia representativa que tenga mayores canales de comunicación y participación con la ciudadanía y un Estado más moderno, eficiente y capaz de ser calificado como social o de bienestar. Lo cual supone definir una relación más equilibrada entre Estado, mercado y sociedad civil, capaz de garantizar derechos sociales y económicos en forma creciente.
Este proceso transformador habría sido más límpido y claro si no hubiera coincidido con una ola de destrucción y violencia, que lejos de favorecerlo, se ha convertido en un serio obstáculo a los cambios. En este mismo medio se han publicado análisis sobre las formas y causas de la agresividad destructiva –como las columnas de J. J. Bruner– que me ahorran ahondar en el tema. Quiero sí insistir que la violencia difusa ha puesto de manifiesto deficiencias en el actuar policial. Se ha advertido ineficiencia para controlarla y reacciones de fuerza que no son proporcionales a las amenazas, con una secuela de graves violaciones a los derechos de las personas, como lo han comprobado diversas instancias nacionales e internacionales.
También hubo signos que advertían la emergencia de la violencia: la bomba en la estación del Metro Escuela Militar durante gobierno de M. Bachelet, la parafernalia con se despedían los entierros de los narcos, la agresividad destructiva en algunos establecimientos educacionales emblemáticos, la difusión de una cultural juvenil agresiva expresada en música y mensajes de la red.
Hay que entender que la seguridad y el orden son bienes públicos que el Estado debe garantizar. Los principales afectados han sido hasta ahora las comunas populares de las ciudades y miles de negocios grandes y pequeños, lo que traerá consigo efectos económicos negativos en materia de crecimiento, inversión y desempleo. El último IPOM del Banco Central es elocuente al respecto. El Ministro de Hacienda se adelantó a señalar que coincide con el parecer del organismo emisor. Por eso el Gobierno anunció un plan especial para apoyar a las Pymes y favorecer la recuperación económica y favorecer el empleo.
A estas alturas hay que reconocer que el país ha entrado en una nueva fase histórica. Mi llamado es a mirarla con optimismo para poderla conducir en beneficio de todos. No necesitamos agoreros de desgracias ni profetas de apocalipsis o paraísos construidos en la imaginación. Es el momento de la política seria fundada en convicciones y abierta al diálogo. Tironi ha advertido del peligro que las nuevas generaciones tropiecen con “el futuro imposible”.
Hay que reafirmar la vigencia de los principios y valores democráticos, renovar las instituciones políticas y asumir un nuevo proyecto de desarrollo que combine crecimiento económico con mayor justicia social. Si las crisis son un desafío, asumamos ésta como la oportunidad de endilgar el futuro del país hacia una sociedad más solidaria en que “la libertad de cada uno sea la condición de la libertad de todos, recurriendo a una expresión clásica.
Ello supone un cambio de óptica de todos nosotros, especialmente de quienes tienen más responsabilidad. La fortuna – dice Maquiavelo – es adversa para los políticos que no se adaptan a las nuevas circunstancias. Nada sacan con aferrarse a lo que ha perdido vigencia. Una de las principales condiciones de los gobernantes es saber dirigir el barco cuando viene la tempestad. Y la tripulación debe entender la emergencia y colaborar para que se sortee el mal tiempo. Poco se saca con apelar a soluciones de fuerza, que dan origen a experiencias populistas que pueden averiar la nave. En la actualidad campea la tentación populista de distinto signo político. Ninguna sociedad está libre. Menos en América Latina.
La suerte de la navegación está en las instituciones, que vienen a ser la estructura básica del barco, en los instrumentos de orientación y en la destreza del manejo en la sala de mando. En la tormenta no caben voluntarismos. Sólo claridad en la orientación, capacidad para sortear los desafíos, y entusiasmo para abordar las nuevas tareas. No se puede reaccionar a contrapelo. Hay que mantener firme la moral de los navegantes, que tienen entre si muchas diferencias, pero que los une la necesidad de mantenerse a flote. De por medio está la gobernabilidad de la sociedad. (El Líbero)
José Antonio Viera Gallo