Entre las causas más socorridas del estallido social iniciado el 18 de octubre pasado en nuestro país se ha hecho lugar común apuntar a la desigualdad, entendida ésta como la condición o circunstancia de no tener una misma naturaleza, cantidad, calidad, valor o forma que otro, o, de modo similar, la inequidad en la distribución de recompensas que cada quien puede, debe o debería recibir como resultado de su actuación en el mundo.
Pero ¿es efectivamente la desigualdad la causa basal de la extensa e intensa reacción social a la que hemos asistido por casi dos meses o, más bien, habría que discriminar entre la percepción de esa desigualdad y el efecto emocional que tal apreciación subjetiva suscita en nuestra naturaleza? ¿Por qué, siendo por naturaleza distintos y desiguales, asumimos la igualdad como un valor por el cual sacrificar otros?
Un ya casi paradigmático experimento de laboratorio llevado a cabo en la primera década del presente siglo por el investigador holandés, Frans de Waal, especializado en psicología, primatología y etología, muestra, a través de la conducta de monos bonobos, chimpancés y capuchinos estudiados, la relevancia orgánico-emocional que tiene la percepción de desigualdad y el impacto que ella puede llegar a observar en el ánimo de los primates.
En efecto, en el experimento, instalados en jaulas vecinas separadas pero transparentes, los sujetos -monos capuchinos- deben realizar una determinada tarea que el investigador le indica, tras lo cual son premiados con un trozo de pepino, un típico proceso de reforzamiento conductual. Mientras ambos monos reciben como recompensa el trozo de pepino, los dos sujetos de experimentación presentan una actitud colaborativa y armónica entre ellos y con el investigador. Sin embargo, el cuadro cambia cuando el estudioso varía su estrategia de recompensas y mientras al sujeto uno le sigue dando pepino, al sujeto dos lo premia con uva, uno de sus alimentos favoritos. La reacción del sujeto uno frente a esta percepción de desigualdad en el trato es lanzarle con furia el pepino de vuelta al investigador, golpeando la jaula e intentando alcanzar las uvas que éste da al sujeto dos.
Como se ve, nada nuevo bajo el sol desde los propios albores de la tradición judeo-cristiana que concluyó con el primer asesinato documentado de la historia occidental, aquel surgido de la rivalidad entre hermanos, hijos de Adán y Eva, -Caín, el agricultor y Abel, el pastor- producto del favoritismo mostrado por Javéh hacia este último frente a las donaciones sacrificiales de ambos y que, seguramente, hicieron pergeñar a Caín la eventual pérdida de favores y bendiciones de Dios y, por tanto, buscar la eliminación de su competidor afectivo.
¿Simple envidia?
No. Porque siendo la envidia ese sentimiento de tristeza o enojo que experimenta una persona que no tiene o desearía tener algo para sí que otra posee, en la percepción de los conceptos de igualdad-desigualdad opera un proceso más complejo que, como en el caso de los capuchinos de Waal, descifra inequidad cuando para tareas similares se obtienen recompensas diferentes, deduciéndose de ello discrecionalidad, discriminación, aislamiento, desventaja y peligro vital, que muta en sentimientos de abandono, indignidad e indignación.
Es decir, la ira popular que infaustamente ha apuntado a los ricos (“cuicos”) no pareciera responder a una mera reacción por el hecho de serlos, opción en que la definición de envidia podría tener mejor calce, porque, si así fuera, las manifestaciones de enojo deberían haber incluido a varios destacados creadores, artistas, empresarios, o futbolistas chilenos cuyas fortunas superan con exceso a la de varios personajes públicos, dirigentes o políticos nacionales que son habitualmente vapuleados en las calles, medios de comunicación y redes sociales en función de sus ingresos.
Desde la perspectiva de la neurociencia, la desigual recompensa material o emocional percibida por igual trabajo o esfuerzo -como el caso de las diferencias de remuneraciones de las mujeres versus los hombres- opera en zonas del cerebro relacionadas con la supervivencia y emociones vinculadas a ella, razón por la que reacciones esperables frente a la percepción de in-justicia se corresponden con instintos básicos, como los de huida-ataque, de naturaleza intensiva en tanto fuerzas límbicas, y que muchas veces sobrepasan las funciones racionales del neocórtex, particularmente en personas con aún insuficiente capacidad de autocontención.
Entonces, si el problema del descontento social disparado el 18 de octubre no emerge de la desigualdad en sí misma, sino del impacto emocional que la percepción de inequidad tiene en los sujetos en tanto peligro de aislamiento, abuso, rechazo y discriminación, la respuesta al fenómeno hay que buscarla en el interregno propiamente cultural de la percepción neurobiológica, es decir, en la hermenéutica que se adopta de lo percibido, en el discurso o relato individual-social con que la persona descodifica el mundo, tanto desde su propia experiencia, como la de quienes la rodean, así como de las estructuras de poder que sustentan el relato dominante.
Es, pues, en la construcción de ese discurso en donde se juega parte relevante de la actividad política, la lucha ideológica sobre los diferentes modos de vida y las estructuras de poder que los hacen posible, constataciones que, por lo general, quienes gozan de posiciones de privilegio -que habitualmente dan por sentadas- no son parte de su concepción de las cosas y respecto de las cuales son menos conscientes que quienes han debido comprender el fenómeno para explicarlo e intentar modificarlo a su favor, cuando los inevitables sistemas de dominación vigentes no les son propicios.
En ciencia política se asume cierta identidad de principios relativos a posiciones de derecha, centro e izquierda. Para las primeras se supone un énfasis en la libertad; para la izquierda, en la igualdad; y para el centro, un intento de equilibrio entre ambos valores. De allí que al estallido del 18 de octubre se le haya otorgado cierta identidad de izquierdas y que sus conceptos claves se hayan centrado en el abuso y la injusticia, la desigualdad y la indignidad, todas abstracciones que reflejan realidades derivadas de una molestia producto de aquella percepción de diferencia de trato entre los comunes y elites, es decir, del abuso de poder, pero que no tiene vínculo efectivo con posiciones propiamente partisanas, sino sociales, tal como, por lo demás lo muestra la ausencia absoluta de banderas partidarias en el movimiento analizado.
Es decir, a pesar de dicho relato que podría sonar a izquierda en tanto alegato por la igualdad, lo cierto es que la traslación automática del descontento social como un supuesto corrimiento hacia el rojo de una ciudadanía que mayoritariamente había elegido a un Gobierno de centro derecha hacía apenas dos años, es equivocado, en la medida que el tema de fondo no es propiamente la desigualdad, sino la contrariedad del irrespeto a la dignidad personal que la discriminación injusta provoca y que, como hemos visto, se vincula biológicamente a la supervivencia.
En efecto, más que la propia desigualdad -que se entiende natural-, la indignación como motor de las protestas está más relacionada con la transgresión que ciertas élites hicieron del relato meritocrático que sustentaba la confianza pública en el actual modo de vida y respecto de lo cual, buena parte de las clases medias emergentes son depositarias y ejemplos, así como sus más claros defensores, dada su propia experiencia y esforzado éxito.
Y si bien es cierto que la indignación tiene una base real no sólo en los abusos develados, sino en la frustración de mejores expectativas económicas que representaba el actual Presidente en relación a la pérdida de dinamismo que había mostrado el país durante el gobierno anterior, alarmados por un progreso basado en un endeudamiento excesivo que, en cualquier momento, puede implicar un retroceso hacia antiguas insolvencias, nada más claro para representar aquel sentimiento -que, desde luego, no es de izquierdas, sino, más bien pro sistémico- que la frase: “No son 30 pesos, sino 30 años”.
Es decir, lo que la sentencia indica es que, develadas por años demasiadas discriminaciones de trato y abusos, vía colusiones y delitos castigados, además, con penas risibles para los infractores, la molestia social -por más que la izquierda lo machaque como oportunidad para revitalizar su discurso- no es la desigualdad, que siendo meritocrática es aceptada, ni el “sistema”, ni modo de vida democrático liberal y de derechos, sino la mala y permisiva gestión que de él hicieron elites que tienen la responsabilidad protagónica de hacerlo funcionar con arreglo a los principios proclamados y que, ingenua y sanamente practicados por la mayoría, fueron violados por varios de sus propios promotores.
Es probable que sea pedir “peras al olmo” exigir lealtad con la democracia a quienes la rechazan y luchan en su contra por su carácter “burgués” y “de clase”. La audacia del golpe del 18 de octubre y la casi inmediata exigencia de cierta izquierda de renuncia del Presidente es una muestra de esa repulsa, estimulada diariamente ya casi por dos meses a través de manifestaciones, autorizadas o ilegales, así como por el silencio respecto de la acción delictual y anárquica de grupos que se escudan en aquellas para herir, destrozar, incendiar y saquear propiedad pública y privada, enfrentados a una policía constreñida nacional e internacionalmente en su actuar que, contrario sensu, es regido por la ley, conforman todo un esquema cuyo propósito es sostener el caos para deteriorar la gobernanza, en el momento político preciso en el que, según las encuestas, la presidencial de 2021 mostraba ya casi con certeza una nueva victoria de un candidato de derecha, en medio del fraccionamiento opositor.
En este escenario, la izquierda dura ha vuelto así a probar su musculatura movilizadora y proto revolucionaria operando al interior de múltiples orgánicas de poder ciudadano y gremiales y, vicariamente, mediante el anarquismo y bandas delictuales, sin estar, como partidos, al frente de las protestas; mientras la izquierda democrática tantea posibilidades de cambios constitucionales -anhelados por décadas- que le permitan a sus partidos un mayor acceso y poder de recaudación, reasignación y gasto de recursos fiscales, actualmente de manejo exclusivo del Ejecutivo; o, la toma del “premio” mayor de los fondos de capitales del país -los ahorros previsionales- que han seguido, hasta ahora, operados por privados y en cuentas personales inexpropiables e inembargables.
En las democracias liberales, siendo la libertad de las personas su pilar fundamental, la igualdad es concebida como una que se expresa en las oportunidades a las que todos deben tener acceso -de allí la protección de derechos como la educación y salud- así como en el trato que reciben los ciudadanos desde los poderes del Estado, con arreglo a las leyes que los rigen. Es dicha igualdad la que sustancia las libertades de expresión, opinión, información, de reunión, traslado y de elección, así como la de todo ciudadano para emprender iniciativas económicas, artísticas, artesanales, profesionales, científicas o académicas que no estén prohibidas por la ley y que sus sueños les señalen, pudiendo lucrar de aquellas sabiendo protegido su derecho de propiedad sobre sus resultados, tal como indica la Declaración Universal de los DD.HH.
Aún así, en el actual sistema “neo-liberal” los chilenos trabajan al menos tres meses al año para contribuir tributariamente al Estado y hay quienes estiman que es necesario hacerlo por unos meses más en función de una mayor solidaridad. Es posible que tal necesidad social esté a la orden del día. Pero mientras la política no eduque a la ciudadanía en la evidencia de que los Estados no son sino reflejo de lo que sus ciudadanos pueden crear y producir y que sus recursos no vienen sino del trabajo de cada uno de sus partícipes, no hay duda que, al aumentar el peso impositivo, la economía tenderá a ralentizar aún más su ritmo de crecimiento, puesto que los dineros recaudados desde las personas para que Estado los reinvierta socialmente, por lo general van a proyectos que rentan en lapsos de décadas, mientras que los particulares buscan aquellos en los que el capital crece a mayor velocidad, multiplicando así su valor agregado en menos tiempo, aumentando la base tributaria.
Es menester, pues, que la política de todos los colores, sin demagogias, trasparente el hecho que, no obstante que los Estados deben y pueden arbitrar con justicia los vínculos y controversias de sus habitantes a través del contrato social, sus posibilidades están limitadas por los niveles de desarrollo alcanzados y que, más allá del modelo que se adopte, redistribuir, si bien en momentos puede ser socialmente deseable y hasta necesario, siempre restringe el crecimiento, haciendo más largo el proceso de alcanzar los niveles de progreso a los que se aspira para superar desigualdades odiosas, si es que decidimos que, para esa tarea, el Estado debe tener papel relevante, otra razón adicional para exigirle a sus funcionarios y administradores coyunturales la mayor eficiencia, dedicación y moralidad que sea posible con los recursos que provienen del esfuerzo de todos.
Así y todo, recuperar un relato que ayude a la convergencia ciudadana para, como país, dar el salto económico final al desarrollo desde el actual modelo exportador primario -que luego de más de 40 años aún basa buena parte de su potencial de crecimiento en la minería, forestación, pesca y fruticultura, todos sectores en los que Chile ya ocupa primeros lugares en el mundo, mostrando que en esas áreas ya tocamos techo-, a uno con más ciencia, tecnología, cultura, emprendimiento, estudio, crecimiento y esfuerzo personal y social es la única forma de avanzar hacia una mayor igualdad de oportunidades, sin perder las libertades y derechos tan afanosamente ganados y que los chilenos valoran, más allá de su actual indignación.
El país ya ha adoptado las decisiones de un acuerdo social que le permitirá, de aquí en adelante, seguir premiando el mérito y la justa recompensa de quienes consiguen sus sueños gracias a su creatividad, innovación, trabajo duro y persistente, así como para cuidar y proteger la dignidad e igualdad de derechos y oportunidades de quienes aportan a ese desarrollo desde sus respectivos puestos de trabajo diario. En tal caso, las angustias del presente serán luego solo un mal sueño, la desigualdad como justa diferencia no solo será aceptada, sino admirada, mientras que el éxito honesto y limpio de cada quien, nuevamente aplaudido. (NP)