El 2019 será recordado en la historia del Chile como el año en que una extensa y masiva reacción social estalló con potencia el 18 de octubre, presionando así por un inesperado término a un proceso transitivo iniciado en 1980 con la aprobación de una constitución redactada por el gobierno militar y que reemplazó a la de 1925. Aquel camino continuó con la serie de gobiernos democráticos que la carta vigente hizo posible a contar de 1990 y concluyó el pasado 15 de noviembre con un acuerdo transversal de una decena de partidos políticos conjugados para restaurar una largamente perturbada paz social e iniciar un lapso constituyente. Este, a su turno, terminará con la eventual redacción por parte de una convención constituyente por elegir, de una nueva carta que, al final, reemplace a la de 1980 -ya más de 43 veces modificada- si es que una mayoría plebiscitaria así lo estima conveniente en abril próximo.
Los argumentos a favor y en contra de tan trascendental hecho político han sido ampliamente difundidos.
Para quienes desean una nueva constitución, las razones no solo derivan de su origen, que se asume ilegítimo en la medida que es resultado de un golpe de fuerza que, de modo autoritario, reorganizó derechos y deberes, poderes y estructura del Estado, a espaldas de la ciudadanía, sino que, desde su propio génesis, asumió un modelo de organización económico social “neoliberal” que favoreció y empoderó a un sector de la ciudadanía por sobre otros, cuestión que facilitó el abuso de aquellos sobre las mayorías -lo que explicaría el estallido social del 18-O- haciendo necesario, entonces, avanzar hacia un nuevo contrato social que “desde una hoja en blanco” restaure los equilibrios de poder y la dignidad ciudadana.
Para otros, empero, aún coincidiendo en sus falencias en materia de origen -lo que, por lo demás, históricamente no es una excepción ni en Chile y ni en el mundo- la actual constitución, sistemática y dinámicamente ajustada a los tiempos con el devenir democrático post 90, si bien puede requerir aún de otras modernizaciones, contiene sustantivamente no solo el conjunto de principios, valores y derechos de una justa carta para un moderno Estado democrático liberal, sino que su estructura de poderes republicanos y su estabilidad es la que explica buena parte del éxito económico-social que el país ha logrado desde su previa clasificación bicentenaria de subdesarrollado, con altos niveles de pobreza, desigualdad y pésimos índices socio-económicos, a una sociedad que está en los umbrales del desarrollo, que lidera en la región y es parte del club de las naciones con los mejores estándares de vida del orbe.
Se trata, como puede verse, de dos visiones opuestas, de blanco y negro, contradictorias, a través de cuyos discursos puede entenderse el grado de polarización que paulatinamente se fue instalando en Chile, y que, habiéndose profundizado desde el 18 de octubre, amenaza con tiempos políticos candentes en los próximos meses. Así y todo, será un período que estará aún regido por la discutida actual constitución y sus orgánicas, lo que permite asegurar ciertos niveles de estabilidad institucional y de protección de derechos, incluso para aquellos sectores minoritarios que, bajo la excusa de la dignidad herida, han quebrantado repetidamente la legalidad vigente con irracional violencia contra personas y patrimonio público y privado, no obstante lo cual, han tenido su derecho a un juicio justo, siendo sus violaciones castigadas con sensatez, tanto en sus casos, como en el de agentes del Estado que, forzados o no, han desbordado sus propios protocolos de operación en su dura tarea por contenerlos.
En una segunda derivada, quienes creen que la actual carta magna es un buen instrumento que asegura la coexistencia pacífica, así como el progreso de todos y cada uno de quienes viven bajo su imperio, han puesto de relieve el hecho que bajo aquella ha emergido una potente y amplia clase media que, precisamente, a raíz de su propio desarrollo, exige hoy cambios que aseguren su futuro y eliminen amenazas de retroceso. De allí que se estime que, más que a una nueva constitución, la clase política y las elites del país debieran estar abocadas a la resolución de problemas que atañen directamente a los ciudadanos y que aparecen en los primeros lugares de todas las encuestas, así como a una activa pacificación de los espíritus y fin al caos que tanto ha alterado la convivencia diaria en los últimos dos meses, todas demandas referidas a aspectos que tienen simple rango legal, con poca o ninguna relación con un “necesario cambio constitucional”.
Quienes priorizan la “nueva Constitución” alegan, empero, que, en su momento fue inconstitucional el fondo solidario del Auge, o cambiar la definición de empresa para enfrentar el abuso del multirut; o la titularidad sindical, o fortalecer al Sernac para proteger eficazmente al consumidor; o prohibir a las empresas controlar universidades privadas, todos casos en que la Constitución aparentemente “estuvo del lado de los poderes fácticos”, pero que, con el correr de la democracia, cada una de dichas asimetrías fueron enfrentadas y resueltas en ámbitos de duras, pero eficaces negociaciones, que han permitieron encontrar el punto en el cual los derechos de unos y otros han sido debidamente representados y respetados. Similares argumentos se esgrimen en las negociaciones presentes, referidos a, por ejemplo, la reforma previsional, en la que se acusa a la actual carta de proteger las condiciones de mercado para satisfacer la necesidad de pensiones y no de fortalecer el derecho social a recibirlas.
Desde luego, aceptar la premisa de que existiría contradicción entre el “mercado” (aquel lugar al que concurren oferta y demanda a intercambiar bienes y servicios para satisfacer alguna necesidad) y los “derechos sociales”, que derivan en esa ingenua afirmación según la cual estos últimos serían “gratuitos” (es decir, por gracia, sin costo aparente) pone en pie forzado toda argumentación lógica al respecto, al mezclar categorías que operan en diverso plano: mientras el mercado es un método a través del cual las personas intercambian bienes y servicios buscando una transferencia justa, es decir, de valores equivalentes; los derechos son especies jurídicas públicas o “deber ser” civilizatorios que pueden o no ser materializados dependiendo del poder político y la capacidad económica real del conjunto de personas que se los propone, y que, en consecuencia, pueden o no, a su vez, ser nutridos a través del mercado y/o mediante canales del Estado.
Para el primer caso, el beneficiario transará con el oferente particular un precio por el servicio; y en el segundo, deberá pactar con el Estado el justo nivel de impuestos que permita financiarlo. Es decir, no solo no hay gratuidad en ningún caso, sino que constitucionalmente sería posible abordar ahora una forma de ese intercambio o “distribución de derechos” (a la educación, salud o previsión) con oferentes privados y de mercado, o mediante fórmulas de distribución estatal -redistribuyendo impuestos que pagamos todos los chilenos-, sin necesidad de una nueva carta, tal como, por lo demás, se ha estado haciendo, aunque, como hemos visto, requiriendo de una reforma tributaria también en marcha.
Pero, la constitución no solo refiere a derechos de los ciudadanos, sino a la estructura del Estado y, particularmente, a la distribución del poder político -y económico- que, de acuerdo a las posiciones socio culturales de los convencionales, les corresponderá defender, aunque forzados a consensos amplios merced a los quorum de aprobación de cada artículo y capitulo de dos tercios de los constituyentes establecido en el acuerdo del 15 de noviembre. Se busca, a través de ello, converger en un contrato social que ideológicamente sea neutral, ni de izquierda, ni derecha, ni católico, ni islámico, ni feminista, ni machista, ni mapuche, ni español, en fin, una constitución liberal, moderna e inclusiva.
Es en este aspecto en el que la activa presión de la clase política por la nueva carta redactada desde “una hoja en blanco” tiene su principal explicación, en la medida que se espera que los convencionales consigan una nueva correlación de fuerzas jurídico-ciudadanas en las que se deberá negociar la actual estructura de poder político manifestada en la institución de la Presidencia de la República y sus ministros; en las modificaciones pertinentes a las bases generales de la administración del Estado y los deberes que éste tiene respecto de los ciudadanos; en la composición y generación del Congreso, así como de sus atribuciones; en las materias de ley y el modo de su formación; en los nombramientos y capacidades del Poder Judicial, los tribunales y sus jueces; en el papel del Tribunal Constitucional y la justicia electoral expresada en el Tribunal Calificador de Elecciones; en las funciones de la Contraloría General de la República, de las Fuerzas Armadas y de Orden y/o la autonomía o dependencia del Banco Central, así como en las formas de Gobierno y administración interior del Estado en lo regional, provincial y comunal, y, finalmente, en las disposiciones para cambiar la propia carta, las que, en todo caso, han sido ya añadidas a la actual Constitución en la reciente modificación del Art. 15 y que se ha de plebiscitar el 26 de abril próximo.
En lo esencial, estamos, pues, frente a un acto de la mayor relevancia política, aunque, sus efectos en un mejor ambiente para el desarrollo económico y social, así como para la restauración del orden y la eficacia institucional están por verse, porque, como casi siempre sucede, el proceso se está llevado a cabo en un momento convulso de la historia, en el que el conocimiento derivado de los cambios tecnológicos y científicos está impulsando modificaciones en los relatos políticos sociales instalados, obligando a fuertes reacomodos de los diversos centros de poder, de manera de ajustarse a las nuevas exigencias sociales, económicas, culturales y estéticas que emergen de aquel conocimiento resignificado y absorbido por la sociedad y que afecta la obediencia al discurso de autoridad de las instituciones vigentes, así como el de sus representantes, debilitados éstos, además, por las propias trasgresiones éticas y legales a sus deberes.
La actual carta representa un estado del arte político y social que ha posibilitado los enormes avances observados en el país en las últimas cuatro décadas. De allí la valoración que, en las encuestas, hacen de ella sectores etarios por sobre los 35 años. Una nueva carta, empero, es asumida como la esperanza de un contrato social recargado, de positivos cambios en el modo de relacionarnos, con menos asimetrías, tanto para con el Estado, como con el resto de nuestros pares. Por eso, también, la mayor apreciación que de la asamblea constituyente 100 por ciento ciudadana tienen estadísticamente personas menores de 35 años. Y aunque, por cierto, no sea esta una lucha generacional, resulta lógico que la juventud tienda a construir futuro con arreglo a sus especiales intereses y deseos y a asumir más riesgos que los mayores, que son quienes han vivenciado los pro y contras del acuerdo social vigente. Pero es éste el que hoy es desafiado por los cambios que el propio progreso que aquel ha posibilitado y que se expresa con mayor vehemencia en las nuevas generaciones, cuyos puntos de referencia son diametralmente distintos.
De allí que, votar en abril por aprobar una nueva carta sea, para unos, una apuesta por la esperanza de un cambio mayor que supere asimetrías que la actual carta ha parecido ignorar, al tiempo que rechazarla no sea, para otros, sino una prudente opción destinada a evitar saltos al vacío que bien pudiera significar más costos que beneficios.
Así, más allá del traumático modo en el que se llegó a este momento, si el espíritu con el que la mayoría de turno indique la dirección que quiere darle a los destinos del país en los próximos años -manteniendo el debido respeto por los derechos de las minorías- se expresa democrática, cívica y pacíficamente, las perspectivas de un eventual cambio social más profundo, en la forma de una nueva carta o, en su defecto, las reformas que perfeccionen y modernicen la actual constitución con similares propósitos no deberían ser amenazas para esa amplia mayoría democrática que el país ha consolidado, aunque, por cierto, a condición de que las polarizadas perspectivas que se han venido tejiendo y extendiendo desde hace unos años a esta parte, vayan reencontrando nuevas convergencias y que los sectores no democráticos envueltos en el estallido del 18-O hayan sido aislados y neutralizados, permitiendo nuevamente el libre pensar, actuar y circular de una ciudadanía que desea y exige con urgencia normalidad para continuar edificando su futuro y el de sus familias, en un ambiente de paz, orden, seguridad y progreso. (NP)