El malestar, y la conducta que originaba, tenía así la mejor de las causas: la indignación moral.
Sin embargo, los datos parecen indicar otra cosa. Chile no es el país más desigual del mundo, ni siquiera de la región; en los últimos años la desigualdad ha disminuido, especialmente entre las nuevas generaciones, y la movilidad intergeneracional se ha incrementado. Sea como fuere que se la mida —indicaba el informe Desiguales del PNUD del año 2017—, ella había disminuido.
¿Qué explica entonces que esa explicación haya tenido tanta popularidad?
Lo que ocurre es que hay un fondo de razón en ella. Aunque no es exactamente la desigualdad medida cuantitativamente el problema, sino la vivencia de la desigualdad. Ocurre que los seres humanos no asistimos al entorno de una manera pasiva, sino que lo experimentamos, es decir, le asignamos un significado mejor o peor. Por eso los datos pueden decir una cosa y la experiencia de ellos —la forma en que la gente los vive—, otra distinta.
El problema de la legitimidad
Los sociólogos llaman estratificación a las diferencias de riqueza y prestigio que son socialmente aceptadas. La clave, pues, de las sociedades es la forma en que legitiman sus diferencias. En ciertos sectores de la India, por ejemplo, la sociedad de castas se legitima y se acepta como parte de una rueda infinita de compensaciones que anteceden al esperado nirvana. Un observador externo de esa realidad pensaría, desde una teoría de la justicia, que la revuelta está ad portas; pero no es así, porque la forma en que la gente vive la realidad social no es la misma de quien la observa. Por eso la pregunta pertinente es ¿cómo legitiman las desigualdades las sociedades en que hay modernización capitalista? En general, puede afirmarse, este tipo de sociedades, entre las que se encuentra la chilena, legitima sus desigualdades con la expansión del consumo y del bienestar crecientes, por una parte, y la meritocracia, por la otra.
Y aquí hay una primera explicación para entender por qué en torno al combustible generacional se arremolinó en octubre una parte importante de la ciudadanía. Una explicación de esta índole (centrada en el mecanismo de la legitimación de las diferencias) no está a la altura del fervor moral de esos días, pero es más ajustada al conocimiento disponible.
Es cosa de mirar con cuidado lo que ha ocurrido.
El problema de los tiempos mejores
El Presidente Piñera hizo explícita esa promesa que subyace a este tipo de modernización. Ese fue el lema de los tiempos mejores. Sin embargo, el bienestar no se expandió en consonancia con la promesa y el Presidente pareció, por momentos, más ocupado de hacerse un lugar en la escena internacional que de impulsarlo. Cuando el consumo se hace más lento y el bienestar se detiene, la herida de la desigualdad queda sin restañar y se abre. Es lo que parece haber ocurrido en Chile (y en otros lugares, como Brasil, el año 2013, luego del ciclo virtuoso que lideró Lula).
Se suma a lo anterior que la promesa meritocrática —el gran principio legitimador del capitalismo moderno— carece en Chile de una estructura que la haga plausible. Funciona desde luego en un primer momento sobre la base de la movilidad intergeneracional (algo que en Chile todas las encuestas constatan: los hijos viven mucho mejor que los padres y los hijos de los hijos, mejor aún); pero más tarde requiere más que esa experiencia para transformarse en un principio socialmente eficaz de legitimación.
La meritocracia es la promesa de que cada uno tendrá tantas oportunidades y recursos como esfuerzos haga para obtenerlos. Y su lugar privilegiado es, desde luego, la educación. Pero ocurre que después de tanta tinta derramada, esfuerzos, discursos redentores y retórica estructural, el sistema escolar chileno sigue siendo altamente desigual, como si hubiera sido dibujado al compás de la estratificación y diseñado para reproducirla en vez de corregirla. La lentitud en la mejora de las oportunidades educativas —las oportunidades de aprendizaje— ha desprovisto a la promesa meritocrática de una estructura de plausibilidad.
Y el problema es que —como se ha visto estos días— cuando la promesa meritocrática falla, arriesga el peligro de deslegitimar o desprestigiar cualquier forma de competencia o selección. El fracaso de la meritocracia es el reclamo de que una cualidad adscrita (como, por ejemplo, la edad, el género, el origen, etcétera) sea la que sirva de título fundamental para el logro de oportunidades y recursos. Las sociedades modernas, según una caracterización que viene de Parsons (quizá el sociólogo más influyente del siglo XX), se caracterizan porque en ellas impera el logro, lo adquirido en base al esfuerzo, por sobre las cualidades meramente involuntarias o adscritas. Pues bien, la literatura muestra que el asunto es un poco más complejo y que las sociedades suelen transitar del reclamo meritocrático (él todavía es fuerte en Chile) al reclamo de que sean características adscritas las que operen como criterio distributivo (que es el reclamo que comienza a surgir ahora en cuestiones de género, por ejemplo).
Pero la crisis de legitimidad no es el único problema que explica los cambios en la vivencia de la desigualdad.
La paradoja del bienestar
Hay una amplia literatura que ha llamado la atención acerca del hecho que las sociedades en tanto mejoran su bienestar acicatean al mismo tiempo la frustración. Es —como se ha recordado muchas veces— lo que observó Tocqueville en El antiguo régimen y la revolución (1856): los franceses estaban más incómodos cuando mejor estaban desde el punto de vista material. Lo que ocurre, dijo Tocqueville, es que “el yugo es más insoportable mientras más liviano”. La paradoja ha sido también advertida en nuestros días por el Nobel Amartya Sen. Sen ha mostrado de qué forma en ciertos lugares de India donde la salud es muy buena existe al mismo tiempo una percepción de morbilidad igualmente alta. La gente es muy sana, pero se percibe con alta exposición a la enfermedad. Y viceversa. Allí donde la morbilidad (el porcentaje de gente que enferma) es muy alta, la percepción de salud es muy buena.
Las encuestas en Chile muestran una versión de esa paradoja cuando las personas declaran estar bien y con altas expectativas; pero sienten que el país no, que el resto está de veras muy mal.
En Chile hay una vivencia de la desigualdad muy intensa, de eso no cabe duda; pero paradójicamente ella puede ser uno de los productos de la progresiva disminución de ella en aspectos materiales y simbólicos, como la expansión del consumo. Hay desigualdades de toda índole —y muchas de ellas el índice Gini no las revela—, pero lo decisivo es que la irritación que produce, cada vez más intensa, quizá sea uno de los frutos de la mejora progresiva. No hay pues que hacerse demasiadas ilusiones —si esta hipótesis es correcta— de que las medidas y las políticas públicas, indispensables y todo, logren apagar esa vivencia.
La segregación de las ciudades, las diferencias escénicas en la cotidianidad, el trato displicente que antes se aceptaban con naturalidad, hoy —gracias a la educación, el consumo y la mejora material— irritan y hieren.
Las élites
En fin, hay un problema con las minorías que monopolizan el poder, el prestigio y se autoatribuyen la virtud. A esas minorías se les puede llamar élites.
En el mismo año que Freud publicó sobre la Interpretación de los sueños, Vilfredo Pareto (uno de los autores indispensables de la economía del bienestar) escribía sobre las élites. Y allí dijo que todas las sociedades tenían un estructura piramidal: una amplia base y una estrecha cúspide. Quienes estaban en la cúspide, explicó, eran la élite. Ellos hacían suyo el capital económico, al que prontamente transformaban en capital cultural y social. La clave de las sociedades, dijo Pareto, es la circulación de las élites, la capacidad que ellas tengan de renovarse, de incorporar nuevos miembros talentosos mediante la cooptación. Si no lo hacen, predijo, las élites perecen. Por eso la historia, agregó con tono sombrío, es un cementerio de aristocracias.
Todas las sociedades tienen élites, la clave no está en su existencia, sino en su capacidad de circulación, de renovación.
¿Hay renovación de las élites en Chile?
Más bien poca. En Chile hay movilidad en la parte baja e intermedia de la pirámide; pero la cúspide tiende a permanecer incólume por largos lapsos. Y la élite parece más interesada en desarrollar estrategias de contención y de permanencia que en renovarse. Hay aquí quizá otra circunstancia que alimenta lo ocurrido y que —como ya se está viendo— es la semilla del populismo, esa ideología de digestión fácil que diagnostica que todos los problemas son el fruto de una élite corrupta frente a un pueblo virtuoso. Este diagnóstico, una élite egoísta y prescindente frente a un pueblo puro, encuentra en la falta de circulación de las élites un argumento para hacerse plausible. Y eso sí que es peligroso, porque acaba arrastrando consigo a la modernización y la democracia.
Pero eso, el populismo y los problemas del Estado, son el tema de la próxima entrega. (El Mercurio)