Que un millar de sujetos violentos puedan semanalmente alterar la paz de siete millones no es sorprendente si se considera que dicho grupo está contenido por apenas un par de centenares de policías y una decena de camiones hidrantes que deben realizar su labor de pacificación siguiendo normas que la sociedad a la que sirven les ha impuesto a través de leyes que deben ser seguidas por todos, aunque menos por los levantiscos.
Es sorprendente, sin embargo, que este fenómeno se produzca en ciertos días y determinados contextos, pues, por lo general, se entiende la normalidad en Santiago como ese estado de paz social que, por ejemplo, se observa en Plaza Italia, de lunes a jueves, pero que rompen los viernes, entre alrededor de las 17.00 y hasta las 22.30 horas, habitualmente los mismos asistentes y realizando similares destrozos y escenas: semáforos, señalética, vehículos policiales y paraderos, golpeados y rotos; quema de buses, carreras, bombas molotov, chorros de agua y gases, algunas detenciones, e irritadas declaraciones de propietarios del sector y del alcalde de la comuna.
Es cierto que las redes sociales permiten la coordinación masiva de personas sin vínculos directos, sino algunos por sus respectivas jefaturas informales u otros por las compartidas simpatías de tipo político ideológico, voluntad y deseos, rabias y frustraciones contenidas, a las que la manifestación y la adrenalina del enfrentamiento con la policía actúa como catarsis semanal.
Es curioso, empero, que estas voluntades, deseos, rabias y frustraciones tengan su convergencia hacia los lugares que se hicieron paradigmáticos durante la explosión social de octubre de 2019, una especie de inercia que, en pausa por la pandemia, ha reanudado su latido regular, como si tras esas manifestaciones “espontáneas” -cuya violencia va in crescendo– hubiera mano mora impulsando la pesada presencia; como si lo que se quisiera es “calentar ambiente” para concluir con un aniversario de 18-O que posibilite el llamado masivo a exigir, nuevamente, la renuncia del Presidente de la República y la refundación de Carabineros de Chile, no obstante que lo primero no es posible y lo segundo se encuentre en pleno proceso legislativo.
El que sea un millar de sujetos los que pueden alterar la paz y valor del barrio Baquedano, haciendo caer los precios de sus viviendas y negocios y quebrando varios emprendimientos de restauración, o turístico hoteleros por la imposibilidad de atender sus clientelas en paz, no debería llamar a alarma al resto de una sociedad que observa, como en un circo romano, como luchan bárbaros y decurias, tanto a través de la TV como de las redes sociales y que, desde la tranquilidad de los propios hogares, califican el actuar revoltoso o de la policía. Mientras tanto, las telecomunicaciones, la electricidad y el wi fi que hacen posible el espectáculo, funcionan sin parar y el resto de las actividades, publicas y privadas, continúa su quehacer, más afectados por las disposiciones sanitarias del Gobierno, que por el desorden político-protestatario, no obstante los subsecuentes gastos semanales en daños cuyos costos recaen, finalmente, en la ciudadanía.
Así y todo, no debería olvidarse que históricamente ha sido siempre un pequeño grupo de temerarios que inicia la acción rebelde contra una institucionalidad que consideran injusta o de poderes por los que compite. Y si aquellos no reaccionan a tiempo, utilizando toda su potestad legítima, pueden terminar no solo por poner en peligro el modo de vida del conjunto social que lideran, sino provocar un descalabro que termine por reemplazar a los detentores del poder por otros cuyos propósitos -generosos en su momento proselitista- una vez en el poder rápidamente usan la potestad ganada a la fuerza para reordenar a palos la sociedad que buscan transformar. De tal evolución político-social son privilegiados testigos pueblos de Europa del Este, Asia y varias naciones de la región.
La combinación de una lucha insurgente en la macrozona sur con la cada vez más controvertida excusa nacional-mapuche, cuya violencia ha ido desde la quema reiterada de bienes muebles e inmuebles, ataques a carabineros, hasta el asesinato vil de trabajadores, provocado por no más de un par de decenas de audaces armados; y las pobladas semanales en Plaza Baquedano y otras en las grandes ciudades para destrozar propiedad pública y privada y enfrentar a Carabineros mediante trasgresión flagrante de leyes que la policía está obligada a detener, pudieran no estar conectadas. Pero es curioso que en ambos lados de estos conflictos persistentes y sistemáticos se observe el lenguaje, las tácticas y estrategias del anarquismo, de la izquierda nacional y la latinoamericana.
Desde la centroizquierda moderada no solo se han condenado tales acciones, sino solicitado expresamente evitar provocaciones que pudieran poner en peligro la realización del plebiscito, tanto producto de un rebrote del coronavirus o de un desastre político que recomendara suspender su materialización. Que un millar de extremistas sigan realizando su ritual catártico de desorden, no hace diferencia, aunque, por cierto, reunir nuevamente a un millón en la Plaza Italia podría tener serio impacto en un funesto rebrote, afectando la realización del acto electoral de la semana siguiente, pues es justo el lapso en el que el virus se expresa, enfermando a su víctima.
De allí que, si hay racionalidad en la acción a todas luces programada del millar de sujetos que se reúne los viernes en la Plaza Baquedano, pero no hay plan de volver a reunir en ese lugar a los cientos de miles de chilenos moderados que lo hicieron el 18-O, no habrá un gran “acto de aniversario” cuyo volumen sea similar o superior al original, no obstante la petición del juez Garzón a Bachelet para que envíe observadores a Chile y de su eventual presencia en ese posible evento que pudiera ser una palanca propagandística para impulsar la campaña del “Apruebo”, pero que correría el alto riesgo de terminar siendo funcional al «Rechazo», merced a los previsibles desórdenes del millar violento.
El hecho que el plebiscito sea justo un poco más de un año después de aquella gran manifestación de 2019 muestra a un Gobierno y poderes institucionales y de hecho sensibles a las demandas de un pueblo que, por lo demás, ha mostrado mayoritariamente su mesura e intuición libertaria y que merece ser tratado como adulto, a pesar de las expresiones infantiles que subsisten de parte de pequeños grupos sediciosos que ya hacia un cuarto del siglo XXI, aún ensueñan, como en Octubre de 1917, con «asaltar el Palacio de Invierno». (NP)