“Ha iniciado una nueva etapa de reconstrucción del Parlamento y la recuperación de nuestro país”. Así celebraba Nicolás Maduro el domingo pasado los resultados de las elecciones para la Asamblea Nacional en Venezuela. Es cierto que el Gran Polo Patriótico, la coalición chavista, “arrasó” con el 70% de los votos. Lo que Maduro omitía en su cuenta de Twitter era que la participación fue exigua (30% de los electores, según los datos oficiales, y menos del 20% según los observadores internacionales), a pesar de la advertencia de Diosdado Cabello -“el que no vota no come”-; que la oposición se restó de competir porque advirtió hace meses que las elecciones eran un fraude; y que los resultados que celebraba no son reconocidos por buena parte de la comunidad democrática internacional.
Sin una oposición articulada, sin medios de comunicación libres, con las instituciones y poderes del Estado totalmente controlados por el Gobierno, sin contrapesos políticos, con elecciones manipuladas y sin competencia real, el Gobierno de Nicolás Maduro se consolida como un régimen autoritario o totalitario o dictadura, como prefiera usted llamarlo.
Nadie imaginó en 1998, cuando Hugo Chávez era elegido Presidente, que Venezuela iniciaba un camino hacia un túnel hasta ahora sin una luz de salida en el horizonte. Desde el exterior esa elección se veía como el resultado de una crisis política y social severa, con una ciudadanía cansada de la corrupción y de una democracia que se acomodó con los años al poder, mientras se alejaba de los dolores de su pueblo. Chávez encarnaba un populismo de izquierda que gobernaría por uno o dos períodos, para castigar a los partidos políticos tradicionales, los que retornarían luego, con la lección aprendida, para reencaminar a Venezuela en el desarrollo y la estabilidad.
Tengo grabado en mi memoria el encuentro con Carlos Alberto Granier, de visita en Chile el 2006. Dueño, junto a sus hermanos, de la emblemática cadena Radio Caracas Televisión (RCTV), nos expuso a un grupo de personas qué estaba ocurriendo en Venezuela. Hugo Chávez penetraba las fuerzas armadas, la justicia y todas las instituciones, amenazaba a los medios de comunicación que emitían opiniones críticas del gobierno, formaba milicias en todo el territorio, sembraba odio y justificaba la violencia cuando le pegaba a los adversarios. Nos contó que al año siguiente se cumplía el plazo para renovar la concesión de la cadena y temía que el régimen la cancelaría, lo que efectivamente ocurrió pocos meses después. En la audiencia vi caras escépticas, imaginaban que Granier exageraba.
Venezuela duele por muchas razones. Sumida en una crisis humanitaria, con índices de pobreza extrema que superan el 80% de la población (Encuesta Condiciones de Vida de Venezuela, junio 2020), una sociedad dramáticamente polarizada y el miedo que impone un gobierno que no admite críticas ni por la razón ni la fuerza, y que ha sido objeto de innumerables informes de denuncia por transgresiones a los derechos humanos. En los últimos años más de 4 millones de venezolanos han abandonado el país que en los 70’ y 80’ fue el preferido en América Latina para emigrar, el más desarrollado de la región, mucho más avanzado que Chile, con movilidad social, oportunidades laborales y de inversión, buena educación y un clima que acogía.
La experiencia venezolana marca a América Latina y, por cierto, a Chile. Cada cierto tiempo vuelve la esperanza de un cambio, surge algún líder opositor que moviliza al mundo, su gente regresa a las calles a demandar democracia y lo esencial para sobrevivir. Luego el régimen se encarga de apagar la luz, todo vuelve a estar como antes y, desde el domingo, todavía peor. (El Líbero)
Isabel Plá