De un tiempo a esta parte, ciertos candidatos de izquierda han propuesto que la Convención convoque a consultas ciudadanas con el fin de dirimir los eventuales desacuerdos entre sus miembros. Argumentan que la Convención, al dictar el reglamento que regirá su funcionamiento interno, está legitimada para adoptar esta decisión. Lo cierto es, sin embargo, que ello está absolutamente fuera del alcance del órgano constituyente.
Es cierto que la Convención tiene la potestad de aprobar el reglamento por dos tercios de sus miembros. Pero también es cierto que dicha potestad reglamentaria tiene límites definidos. El reglamento interno no es una carta blanca, sino un “reglamento de votación”, que lógicamente debe respetar las reglas que la Constitución contempla. Entre estas reglas, la más relevante es la que dispone que las normas que formarán parte del texto de propuesta constitucional deben aprobarse por dos tercios de los convencionales.
Plebiscitar las normas que no han conseguido la mayoría de los dos tercios transgrede, pues, esa regla constitucional. Por un lado, por la obvia razón de que este mecanismo permitiría, en la práctica, aprobar normas por un quórum menor al establecido. Por otro, porque constituye un procedimiento de aprobación que escapa del previsto en la Constitución, el cual solo admite que las normas sean votadas por los convencionales y no directamente por los ciudadanos.
Lo anterior no implica que la ciudadanía no pueda participar del proceso constituyente, pues la Convención puede definir diferentes mecanismos para estos efectos. Lo que sí implica es que esta participación no puede ser a través de la votación y aprobación de las normas. Y ello no tiene que ver, como burdamente se ha intentado tergiversar, con un desprecio a la participación ciudadana, sino con un aprecio y respeto a las normas del proceso.
El principio según el cual las reglas del proceso deben respetarse no admite ninguna excepción, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias. Si aceptamos propuestas como la de plebiscitar las normas ante la falta de acuerdo, habremos transgredido este principio y, luego de ello, no se ve razón alguna para que la Convención no continúe por esa senda y termine por rendirse a la tentación soberanista.
Es importante ser enfático en esto último, porque lo que está en juego no es menor: o aceptamos que la Convención está sujeta a reglas que no depende de ella y que no puede modificar, o nos veremos enfrentados a un órgano que, con la excusa formal de cumplir con la regla de la mayoría de dos tercios, en la práctica no tendrá regla alguna. (La Tercera)
Cristóbal Aguilera