Incluso aquellos procesos políticos que movilizan ideologías rupturistas y emplean una retórica intensamente antisistema suelen adquirir, por alguna astucia de la historia, rasgos pertenecientes al orden que se proponen cambiar. Por ejemplo, la instalación de nuestra Convención Constituyente tuvo como eje la figura de una funcionaria técnica, como ella misma se definió, que forma parte del Estado profundo en el área de la justicia electoral, pieza esencial de las democracias representativas liberales.
En medio de esa suerte de espacio hobbesiano previo a toda regla, y altamente volátil por la expectativa o la amenaza de verse desbordada desde la calle, primó en la Convención la continuidad del marco constitucional establecido y el carisma del oficio burocrático.
No es posible saber cómo se vivió este momento dentro de la carpa constituyente, pero mirado desde fuera, a través de la pantalla de la TV, fue como presenciar, en acto, el (re)nacimiento de la regla. El valor pacificador de la institucionalidad. El regreso de la certidumbre que trae consigo la norma. La funcionaria técnica que encarnó al Estado en forma fue despedida en medio de aplausos, rodeada por la majestad de la ley. Una astucia de la historia. No sabemos si la inspiración normativa se iba con ella para no volver o si se quedó allí, dentro de ese espacio constituyente, reverberando entre las paredes del Palacio Pereira (el palacio, otra astucia de la historia, en esta época proclive a echar abajo los monumentos de una mala memoria).
II
Los sectores identificados con el espíritu del 18-O, hoy activamente instalados en la Convención, solían poner a las elites en el centro de su discurso anti-sistema; denostándolas como grupos que manejan recursos de poder, se hallan separados de la población común —el estado llano— y viven en ambientes enrarecidos por los privilegios. No había forma de hacerles entender que esos grupos, efectivamente distintos y privilegiados, eran diversos entre sí, tenían diferentes bases de sostenimiento y ejercían posiciones y funciones directivas inherentes a la organización de cualquiera sociedad. Por lo mismo, pueden cambiar los miembros de esta o aquella elite —política, económica, académica, religiosa, periodística, artística, regional, financiera, de apellidos, etc.— pero la estructura de esas posiciones, su jerarquía y funciones, hacen parte de la organización de cada uno de aquellos campos sociales.
De golpe, estos grupos ocupan ahora posiciones de elite por votación popular, igual como parlamentarios, alcaldes y gobernadores. Son parte pues, una fracción, de la elite política de la sociedad. Por su mandato y función se separan del estado llano; manejan recursos de poder —influencia, atención pública, infraestructura de comunicaciones, lazos y redes con sus pares, gastos asociados a su función, etc.— y comienzan a vivir en un ambiente enrarecido, propio de la política en tiempo de las imágenes y la sociedad del espectáculo.
No hago aquí el argumento conservador —usualmente con cierto trasfondo clasista— que acusa a los representantes populares y a las elites emergentes de que al ocupar posiciones estratégicas, acceden a privilegios burgueses y se entregan a su goce. Ese argumento es nada más que un ardid para desprestigiar a los ‘recién llegados’, o bien, un ademán nostálgica hacia aquellas posiciones que se desearía sigan en manos de los ‘mismos de siempre’.
Al contrario, examino desde hace meses la idea —aquí, aquí y aquí— de que nos encontramos en una fase dinámica de circulación y renovación de elites, no solo políticas, pero que es especialmente visible en ese ámbito. Y que viene acompañada por una inevitable secuela de cambio generacional, adscripción social, reorientación ideológica y una mayor distinción de identidades y subculturas.
En efecto, es fácil constatar que las posiciones de elite política —en el parlamento, los partidos, las gobernaciones, las tecnoburocracias, los technopols, los medios de comunicación y las redes, el poder local y próximamente también en el gobierno— están mudando de incumbentes. Y un buen número de contendientes está arribando por diversas vías a los laberintos del poder.
La Convención ofrece un cuadro variopinto de orígenes sociales, étnicos, educacional-culturales, territoriales e ideológicos de esta fracción de una elite emergente. Puede ser que sus miembros no deseen reconocerse como parte de ella, o les resulte difícil aceptarlo en público, pero se trata de un hecho social objetivo. Ocurre, por tanto, con independencia de las preferencias, convicciones, sentimientos, emociones y culpas de quienes acceden a esas posiciones de privilegio.
No significa que por haber arribado a ese destino, quienes lo hacen alteran su postura ideológica. O abandonan sus ideales de cambio. Al contrario, la historia está repleta de elites rupturistas o revolucionarias, bajo la forma de movimientos populistas, partidos jacobinos, liderazgos carismáticos, fracciones militares o sectas religiosas. Luego, si acaso y cuando logran establecerse en el poder, se vuelve patente que conforman las elites del nuevo orden, a veces por un breve tiempo y, en ocasiones, por un ciclo histórico completo. La astucia de la historia consiste en este caso en elevar a las posiciones de poder a quienes proclaman el fin de ese poder.
III
Por último, también la onda anti-expertos —que por un tiempo removió al espíritu del 18-O— sufrió un paradojal revés al instalarse la Convención. En los hechos, su composición refleja una vez más los efectos de la verdadera revolución de la educación superior experimentada por Chile durante los últimos treinta años. ¿Cómo así?
Efectivamente, los convencionales conforman un grupo humano con alta escolarización; un 91% posee estudios superiores, 88,4% estudios universitarios. Uno de cada cuatro de sus integrantes obtuvo un grado de magister, uno de cada 10 ostenta un doctorado. Entre sus miembros predominan los abogados(as) (44%), pedagogos(as) (12,3%), e ingenieros(as) (7,8%) (Claudio Fuentes, Trayectorias constituyentes: caracterización de la Convención, UDP, 2021).
Sin duda, la educación superior cambió la fisonomía de la sociedad chilena. Es determinante en la configuración de nuevas clases y estratos sociales. Forma parte de la transformación cultural en curso de Chile. Está presente de varias formas en la protesta social de fines del año 2019. Y ahora se expresa, asimismo, en la Convención. Esta es presidida por una doctora en lingüística y un doctor en derecho, de las Universidades de Leiden, Holanda, y de Barcelona, España, respectivamente. Astucia sobre astucia, 30 años de expansión de la educación superior sirvieron para crear, también, nuevas elites.
Hace medio siglo, incluso todavía hace treinta años, esta composición educacional de un órgano representativo del pueblo no habría sido posible. La educación superior fue una marca de las antiguas élites, desde Andrés Bello hasta las tecnocracias de la Concertación. Hoy las credenciales universitarias y de técnicos superiores se hallan más ampliamente difundidas en todos los estratos sociales. Por cierto, no en la misma proporción ni tampoco con el mismo valor de prestigio. Pero ahí está. El mercado electoral de la polis, y sus posiciones de elite, validan hoy las credenciales surgidas de los últimos 30 años de educación superior. Es otra astucia más de la historia; casi una ironía. (El Líbero)
José Joaquín Brunner