¿Debe existir un Tribunal que vele por la supremacía de las reglas constitucionales? ¿Un órgano que vigile que los acuerdos a que llegue el Congreso no contraríen las reglas fundamentales?
Por supuesto que sí. Y las razones sobran.
La principal —ella basta— es que de otra forma la Constitución sería un absurdo y tonto tigre de papel.
Las sociedades deciden tener una Constitución para poner ciertas materias al margen de las mayorías circunstanciales (las mayorías que son fruto del proceso político ordinario). En este sentido, una Constitución es el acto por el cual la mayoría, sabiendo que podría adoptar decisiones malignas o irresponsables o tontas o abusivas (¿será necesario dar ejemplos?), decide, luego de una deliberación racional (este es el deber de la Convención, dicho sea de paso), autolimitarse, poniendo los derechos de las personas y la distribución del poder más allá de su alcance inmediato. Por eso un autor (Jon Elster) ha dicho que una Constitución es una estrategia Ulises: la Constitución es el mástil al que la mayoría se ata para no dejarse llevar, aunque lo desee, por los cantos de sirena de la política del día a día.
Discutir una Constitución es, así, deliberar acerca de los límites que poseerá la mayoría.
Pero si la Constitución careciera de un órgano que vigile su cumplimiento, si las mayorías del día a día pudieran hacer caso omiso de lo que ella dispone sin que ningún órgano pudiera reprochárselo, si junto a la Constitución no hubiera un órgano encargado de asegurar su supremacía, entonces todos los esfuerzos por contar con una (los esfuerzos que hoy se despliegan en la Convención) serían vanos e inútiles y la carta resultante no sería un mástil al que se ata la mayoría, sino un simple papel sin vocación alguna de obligatoriedad.
Por eso la pregunta que planteó Alexander Bikel (y que suele repetirse una y otra vez) de por qué debiéramos entregar a un grupo de funcionarios no electos la tarea de controlar las decisiones de la mayoría, tiene una respuesta obvia: simplemente porque nadie aceptaría que los derechos de que dispone y a cuya sombra desenvuelve su vida, dependan de la política del día a día. Cierto: los derechos también los decide la mayoría hoy reunida en la Convención; pero esa es una razón para exigir a esta última que no se comporte como si estuviera en medio del barro cotidiano o como si fuera una asamblea puramente mayoritaria, y para que, en cambio, se esmere en deliberar imparcialmente, a la altura de su deber.
Establecida la necesidad de un control constitucional, la pregunta que acto seguido cabe responder es qué órgano debiera ejercerlo.
Las alternativas más obvias son dos, y ambas han existido en la historia constitucional chilena: la Corte Suprema o un Tribunal Constitucional.
Para decidir a cuál debiera confiarse el control habría que identificar lo que Hamilton, en los escritos de El Federalista, llamó “la rama menos peligrosa del poder”. El control constitucional debe estar entregado a ella.
¿Cuál sería, en el caso de Chile, “la rama menos peligrosa del poder”?
La respuesta a esa pregunta no es conceptual. Para responderla hay que atender al diseño que recibirá el órgano de que se trate, sea la Corte Suprema, sea un nuevo Tribunal Constitucional.
En cualquier caso, es el mismo Hamilton quien da una pista para decidir, al menos en principio, el problema.
Para Hamilton la rama menos peligrosa era aquella que no tenía ni fuerza ni riqueza, y cuya única virtud era “el discernimiento”. Por discernimiento hemos de entender la capacidad de interpretar reglas, no la voluntad de promover valores o ideales, por prestigiosos o seductores que estos parezcan. Debe tratarse pues de una rama intelectualmente sobria, conocedora de la tradición jurídica y la dogmática, y sin pretensiones de hacer justicia en este mundo, porque esto último no les pertenece a los jueces, ni siquiera cuando son constitucionales, sino a la política. (El Mercurio)
Carlos Peña