Escrito en La Habana

Escrito en La Habana

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Tengo un guía seguro para recorrer La Habana y se llama Fidel. Fidel es un taxista y él y su carro, un Chevrolet azul del año 50, son lo mismo, como el Quijote y Rocinante, claro que en este caso, por su peso y su sabiduría de sentido común callejero, Fidel se parece más a Sancho. Yo parezco su Quijote, cuando me siento en el puesto de copiloto y vamos conversando de la vida, el amor, las mujeres, La Habana.

Pocos conocen esta ciudad como Fidel. Con él al lado, no hace falta tener Internet, un lujo asiático en esta ciudad. Su escuela ha sido la calle y lo conocí por azar, y cada vez que lo llamo, a la hora que sea, ahí está haciendo sonar la bocina -para anunciar que ya llegó- de su imponente vehículo, un modelo de otros tiempos de un desaparecido esplendor.

He llegado a amar y en algo comprender esta ciudad, gracias a las pláticas vertiginosas con este, mi Virgilio, mi guía interior de un país que a veces parece Infierno, a veces Purgatorio, a veces Paraíso. Si solo recorres el casco histórico saturado de miles de turistas, no conocerás nunca La Habana. Cruza la avenida del Prado -más allá del casco histórico- y verás que La Habana Centro es la otra mitad de realidad que le falta a la tarjeta postal de esta ciudad cuya vida bulle más en los solares interiores o en las azoteas que en las calles.

Con Fidel voy a cualquier parte y le bromeo diciendo que está tan gordo como mi amado poeta cubano Lezama Lima, que deambulaba con su cultura enciclopédica y bulímica y su asma por aquí. Fidel sabe todas las cosas que no llegan a saber los eruditos como Lezama, y que tienen que ver con el enrevesado mundo paralelo que funciona por debajo, y tal vez con más vitalidad, que la vida planificada por el poder estatal.

El habla de Fidel es pegajosa y rápida, a veces brutalmente sexual (como lo es este Caribe y su noche), a veces dulce y lúcida. Cuando le digo que algún día escribiré un libro sobre él me dice «no olvides ni una sola palabra, Cristián». Trato de anotar en mi cuaderno (antes que olvide todo) sus frases y él me dice «mi dialecto es muy extenso, papá». Le digo que para escribir un libro sobre él tendré que corregirlo mil veces, pero él me corrige: «olvídate de la corrección, este libro es al vivo y al directo, como el potaje cubano, que no se sazona».

Cuando hablamos sobre las «jebas», esas muchachas que caminan o danzan por las calles de esta vieja ciudad, él afirma: «por unos dólares, la mujer cubana es una asesina en serie». Queremos llevar a nuestros niños al zoológico de La Habana, pero nos advierte: «a este león se le ven las costillas, es el único león con dieta vegetariana, lo alimentan con col».

El hambre no ha sido nada metafórico para los cubanos, y eso les ha llevado a inventar estrategias de sobrevivencia desesperadas.

Cuando habla Fidel, siento que estoy escuchando una parte de la verdad de este pueblo sufrido de sonrisa generosa. «El que va a mí, va al Padre», me dice riéndose. Cuando me subo a su Chevrolet del año 50, me parece ir en una nave espacial. Fidel es un astronauta del planeta calle, un buzo táctico de las profundidades de La Habana. «Es mi compañero de duelo, de lucha y de guerra», dice de su Rocinante azul.

Como todo cubano, ha sido templado en la escuela de la carestía y eso lo hace entender la realidad a la vena, sin intermediarios ni consignas. Tiene -como el otro Fidel- el poder de la palabra, pero esta es la palabra de la calle, esa que no participa de ningún catecismo ni verdad teórica. La verdad de mi Fidel tiene olor y sabor a calle, y a La Habana -como a toda ciudad- solo se la conoce callejeando.

Fidel se me ha vuelto imprescindible para entender por dentro las paradojas y contradicciones cubanas; lo echaré mucho de menos cuando me vaya de aquí. Sé que se me aparecerá en sueños, montado en su Chevrolet volando por los cielos de La Habana, más alto que las olas que estallan contra el Malecón, riéndose con esa pena tan suya, la pena-risa de todo habanero profundo que nunca podrá abandonar esta ciudad.(El Mercurio)

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