La Convención Constitucional está disuelta, de pleno derecho. Terminó el experimento, ajeno a nuestra institucionalidad, en el que la población depositó su confianza y en el que los colegisladores, representantes de los chilenos, entregaron, de manera inédita, sus facultades para consensuar y proponer un nuevo texto constitucional.
¿Y qué nos deja? Una propuesta que no convoca ni genera adhesión, sino desilusión y desesperanza. Hoy solo cerca de un 10% de la población está dispuesto a aprobarla a secas. El resto, más allá de los indecisos, o se inclina mayoritariamente por rechazarla (para iniciar una nueva discusión constitucional) o, más abajo en las encuestas, por aprobarla para reformarla, sin dimensionar en este caso que las reales posibilidades de acometer esa tarea son muy escasas, cuando no nulas.
Conscientes de que una parte de la desazón tiene que ver con el desempeño de la Convención, los que aprueban para reformar esperan que, disuelta esta y fuera de la palestra, emerja la propuesta, como si ella tuviera una virtud que supere al órgano redactor. Ausente la Convención, la población debiera abstraerse del sinnúmero de payasadas, vergonzosas escenas presenciadas y sendas cancelaciones públicas vividas por pensar distinto y olvidar que el órgano “más democrático” en décadas no hizo lo que mandata la democracia que es deliberar para arribar a consensos razonables.
Pero el problema es que lo que emerge no es más que un reflejo de la Convención. Es un texto partisano, como ella; uno que hace caso omiso de nuestras tradiciones y aprendizajes institucionales, como ella, y uno que en sus capítulos esenciales es un experimento desilusionador, como ella. La ceremonia de cierre de la Convención, que no fue más que un intento impostado de acto republicano y sobrio, solo hizo más evidente la zalamería (con una población que le es esquiva) y la farsa planteada con fines electorales. Y el Presidente la Republica, que pudo haber aprovechado la ocasión para, con su figura, ponerse por sobre el embuste que en el epílogo nos ofrecía la asamblea, se prestó para el montaje con entusiasmo. Apoyando abiertamente la obra de la Convención, pronunció un discurso explícitamente favorable a la propuesta. Luego, en la noche, lo reforzó en cadena nacional. Dijo que no quería que el plebiscito fuera un juicio al Gobierno, y me parece que en ello es sincero. Y es que el Presidente ha optado por ponerse él, personalmente, por delante, como guardián del proyecto.
Como la propuesta necesita un salvavidas urgente y el Gobierno claramente sería uno de plomo, entonces ha de serlo la mismísima figura presidencial, más valorada y querida por la población que el Gobierno. El Presidente Boric, dispuesto a tomarse selfies por la causa con el “padre” que ayer y hoy desprecian, pone todo su capital político y personal a disposición de una propuesta fallida y refundacional, que no convoca con convicción, siquiera, a quienes aprueban.
Hoy, muchas personas en la derecha, la centroizquierda y la izquierda (porque esto no es una cuestión de derechas o izquierdas) están insatisfechas con la propuesta, que estiman no es razonable para el futuro del país y la rechazan con coraje.
Así, de la Convención fallida, y junto con una deficiente propuesta, emerge también un Presidente que elige abogar, y con los recursos de todos los chilenos, por una Constitución partisana, que plasma la causa identitaria de la extrema izquierda que él representa.
¿Y qué no emerge? La paz y la buena fe, de la que tanto se habló en 2019. El proceso que buscaba dejar atrás los enfrentamientos, solo los ha potenciado. Nació de la mano de la violencia con fines políticos y con ella se hermanó durante todo el camino. Incluso hoy, tras la Convención, se sigue amenazando con el caos y la fuerza ilegitima si no se aprueba.
El proceso no generó paz ni menos mayor unión. Por el contrario, la agresividad, intolerancia, el desprecio y el ánimo desesperado por cancelar a quienes van a ejercer una opción legítima, protagonizan la escena actual. El encono entre los chilenos, compatriotas, es brutal.
Buscábamos mejorar la convivencia social y política y, en vez, se profundizó la conflictividad y la división del país. Pero hay una luz de esperanza. Hoy, la mayoría ciudadana y un importante sector, políticamente transversal, desde el Congreso —ese mismo que la Convención pretende defenestrar— intenta delinear un camino para avanzar, juntos, con la convicción de que hay una oportunidad para volver a deliberar sobre el mejor futuro para Chile. Démosle cabida. Solo así le habremos ganado a la amenaza, el miedo y la cultura de la cancelación, que nos anula y aliena. No más. (El Mercurio)
Natalia González