Editorial NP: Excusas constituyentes

Editorial NP: Excusas constituyentes

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Sin perjuicio de la complejidad del derecho constitucional en sus ámbitos técnicos, las cartas fundamentales no son sino un con-trato social que se redacta con el propósito de con-venir una forma de con-vivencia colaborativa que promueva, en un conjunto humano diverso y plural reunido en un territorio determinado, que los naturales conflictos que surgen entre las personas se resuelvan pacíficamente, merced al arbitraje de terceros que juzgan los hechos según normas y leyes impersonales y no discrecionales, evitando así que los distintos poderes e intereses que se expresan en sociedades libres se manifiesten abusivamente, generando discordias que terminen por romper el contrato y la paz social.

En efecto, una antigua máxima señala que “los hombres usan todo el poder que tienen”. El profesor con el educando, el inspector fiscal con la multa, el coronel con su subalterno, el intelectual con sus saberes, el policía con el parte de tránsito, el gendarme con el reo, el mecánico con las reparaciones y repuestos, o el médico con su diagnóstico y recetas. De allí la respuesta orgánico constitucional diseñada por los ilustrados franceses tras el fin de las monarquías absolutas europeas que reunían en la persona-institución del rey los poderes ejecutivo, legislativo y judicial -al viejo estilo judeo-cristiano salomónico del buen rey guerrero, legislador y juez justo- y que consistió en separar dichos poderes, de modo de no tentar con su soberanía absoluta a ninguno de los partícipes del Estado democrático naciente para abusar de su poder delegado.

Así y todo, y, al parecer, como resultado de un pulso biogenético difícilmente controlable, el hombre ha seguido usando “todo el poder que tiene”, aunque, por cierto, para aquello hoy, en la nueva estructura social, debe trasgredir normas o corromper a otros, mal usando su poder legítimo o de recompensa, promoviendo la aprobación o sancionando leyes injustas, o rechazando otras que pudieran afectar determinados intereses. La democracia, como vemos, no está exenta de fallos.

Por eso, una constitución democrática perfecta sigue siendo una utopía normativa -que ni siquiera se consiguió con los 10 mandamientos- y, más bien, debe entenderse como un contrato finito, pero de largo plazo, bajo el cual toda persona, por el hecho de habitar en el área de su soberanía, queda obligada, aunque no impedida, a determinadas conductas. De allí que, para una democracia formal, lo recomendable sea que tal convenio responda a una propuesta dialógica de “mínimos comunes” que permita que las personas puedan hacer con y de sus vidas todo aquello que no esté expresamente prohibido en el acuerdo, otorgándole las más plenas libertades para el desarrollo de sus propios y personales proyectos de vida, aunque, desde luego, sujetas a los límites que impone el propio contrato, así como, a su turno, éste debe tener sus fronteras en el respeto y protección de los derechos humanos.

Entonces, mientras más liviano y reducido sean esos acuerdos básicos, más amplio serán los espacios de libertad que la carta fundamental otorga a los ciudadanos en el largo plazo, no obstante que las leyes que se derivan de aquella permitan asumir, con flexibilidad, los diferendos referidos a temas coyunturales en plazos más cortos en las infinitas e inimaginables colisiones de intereses que se producen diariamente en sociedades libres y que exigen del Estado y sus instituciones fungir su papel de árbitro de un modo impersonal y no discrecional, buscando siempre evitar o minimizar abusos que alteran la dignidad de las personas y, en consecuencia, la armonía social.

Pero, para asegurar tal justicia redentora resulta indispensable considerar que, junto con atender a la constatación de que la mayoría de los seres humanos tienden al “uso de todo el poder que ostentan” -y por lo tanto, ponerle límites-, las constituciones tienen además el propósito sustantivo de distribuir el poder político que deriva de sus reglas, al tiempo que, subsidiariamente, normar aspectos de lo económico, social y cultural, de manera de asegurar, tanto la libertad de las personas, como la equidad en el acceso a los frutos de los esfuerzos personales-familiares que, merced a cargas públicas como impuestos y/o servicio militar, finalmente, reflejan el trabajo de todos.

Y como las libertades generan inevitables desigualdades, dado los disímiles talentos naturales o cultivados, la fuerza del Estado es hoy entendida como una palanca neutral equilibradora de la abundancia de los exitosos y las escaseces de los que han tenido menos suerte, objetivo para el cual los ciudadanos aportan tributariamente parte de su esfuerzo para financiarlo, así como para permitir a sus administradores de turno cierta capacidad de redistribución que asegure parte de los bienes y servicios necesarios mínimos para quienes sus esfuerzos con esos propósitos, les han sido insuficientes.

Está bien documentado que el lenguaje es una estructura biogenética-cultural que se transforma en el “pegamento” social colaborativo (o competitivo) de los grupos humanos y que sus efectos en la comprensión del entorno son determinantes en el modo en el que la mayoría de las personas interpreta su propia vida, circunstancias y relaciones. Por cierto, el lenguaje es siempre reflejo de una estructura de relaciones de poder -un fenómeno inevitable en la especie humana, aún en las más horizontales de sus agrupaciones- la que, cuando es desafiada por los periódicos contrapoderes críticos, tiende a producir resignificaciones de sus términos usuales, así como reinterpretaciones de los algoritmos causa-efecto a los que la arquitectura del poder ha acostumbrado a sus súbditos. Dichas resignificaciones tendrán más o menos éxito coyuntural según sea el grado de insatisfacción material existente en el conjunto con la gestión desarrollada por los poderes instituidos.

Así, entonces, cuando la reinterpretación social producto de la revolución industrial de mediados del siglo XIX y sus inequidades resignificó al Estado como una orgánica mediante la cual una clase domina a otra, la secuencia algorítmica subyacente concluyó, lógicamente para sus desafortunados, que esa estructura debía ser destruida y refundada, para que una nueva conformación, constitución e instituciones, sirvieran a los propósitos e intereses de la nueva clase en el poder.

Talvez no sea otra la causa profunda del fracaso de la reciente propuesta constituyente plebiscitada el 4 de septiembre, lo que a su turno reafirma que la ciudadanía mayoritariamente no percibe sus dificultades como resultado de “razones estructurales”, como majaderamente reitera en su discurso ideológico la izquierda radical, ni tampoco que la estructura democrático liberal vigente haya sido desafiada el 18-O de 2019, tal como, por lo demás, lo reconociera el propio Presidente al afirmar en un reciente discurso que aquel día “no hubo una revuelta anticapitalista”, sino una reacción a problemas económicos o sociales coyunturales que impiden que los planes de desarrollo de una vida más plena para un amplísimo sector ciudadano, puedan seguir avanzando.

Por eso no deberían extrañar los insistentes llamados al Estado a cumplir con su obligación de defender a las personas del incremento de la delincuencia -dado el uso monopólico de la fuerza que los propios ciudadanos le transfieren-; o a mejorar los servicios de salud y educación, o acceder a jubilaciones decentes. Poco o nada, empero, sobre un mayor acceso al poder político que no sea el de líderes de emergentes grupos identitarios que han transformado su lucha cultural en una exigencia pública para una vida no discriminada, digna e igualitaria que las democracias liberales, por lo demás, facilitan a todos sus partícipes; o aquella justa brega femenina por su reconocimiento en tanto género, aún segregado de los muchos progresos de sus pares masculinos debido a una ya demasiado prolongada tarde patriarcal; o, en fin, el angustioso llamado eco-ambientalista de las generaciones jóvenes a evitar el cataclismo de un calentamiento global acelerado que los golpeará especialmente a ellos con la fuerza del Armagedón de su adultez o ancianidad.

Entonces, si la del 18-O no fue una revuelta anticapitalista, ni menos una disputa antidemocrático-liberal, la persistencia gubernamental y del oficialismo en sostener que el proceso constituyente no ha concluido, pero que los cambios que ahora se disponen a realizar no son los radicales propuestos en el proyecto fallido, la insistencia solo puede explicarse como resultado de una percepción que estima intransable un nuevo acuerdo social que permita a los administradores políticos del Estado ejercer con mayor eficacia su papel equilibrador de una mejor redistribución de los resultados del esfuerzo de todos, para así resolver problemas de los menos afortunados y ofrecerles certezas de que sus vidas no tendrán retrocesos a estados de pobreza de los cuales salieron con tanto esfuerzo.

Este papel social del Estado, si bien tiene una larga tradición histórico-eclesial que se retrotrae al rol protector militar-religioso del señor feudal para con sus siervos de la gleba, se remonta, en su mirada moderna, a solo poco más de un siglo, con la República de Weimar, aunque como resultado de la pobreza derivada de una nación derrotada en la I Guerra Mundial y no de treinta pesos. Y su “superación” radical, encarnada por el socialismo anticapitalista soviético, en similar tiempo y circunstancias, por cierto, nada parecidas ni a los gobiernos de la Concertación, ni de la derecha en estos últimos “fatídicos 30 años”.

Una convergencia desde la centroizquierda y la centroderecha hacia un modelo de sociedad que combine con inteligencia las libertades para emprender y crear valor para sí y los suyos a quienes están dotados de los talentos para generar riqueza y desarrollo, gracias a su capacidad comercial, intelectual, financiera, técnica, científica, artística o deportiva -sin que sus éxitos sean considerados socialmente un pecado-, con aquellas igualdades pertinentes de trato ante la ley, de oportunidades, de vínculos con los poderes, donde se impidan los abusos derivados de esa tendencia tan humana de “usar todo el poder que se tiene”, solo parece viable desde la reivindicación moral de “valores burgueses” como la honestidad, el trabajo duro, el mérito, el respeto a las normas y autoridades, la prudencia en el consumo y disposición al ahorro.

Se trata, por lo demás, de una ética más acorde con los nuevos desafíos que impone la sociedad del conocimiento -que probablemente incrementará desigualdades durante su lapso de consolidación y cierre de las brechas de educación- pero que puede abrir las puertas hacia la reconfiguración de una sociedad con una democracia aún más profunda y extensa, así como a un Estado social de derechos, subsidiario en sentido positivo, y una economía cada vez más competitiva y abierta al mundo, tolerante, plural y diversa, que asegure a las nuevas generaciones un estándar de buena vida al menos similar al que alcanzaron sus padres.

Este desafío, infaustamente, no alcanza a ciertos sectores políticos que aún consideran la democracia liberal como un modelo de dominación de una clase sobre otra, o a quienes estiman que sus libertades “excesivas” terminarán destruyendo las tradiciones, normas y ética que han permitido al país alcanzar sus actuales niveles de desarrollo. Ni unos ni otros parecen contar con las habilidades de comprensión lingüística y correcta percepción de su entorno que les permita constatar los hechos obvios que han emergido imparables como resultado del avance del conocimiento científico y técnico y que obligan a adoptar nuevas formas de convivencia que aquellos traen consigo, en un orbe cada vez más interconectado y atestado de diferentes modos de vivir, distintas creencias filosóficas y religiosas, así como las más variadas costumbres, hábitos y modos de vida que cada cultura considera plenos, y que, en consecuencia, si no trasgreden las propias normas de quienes habitan el territorio determinado, exigen de todos una actitud, al menos tolerante, con las diferencias plausibles, porque, por cierto, aún subsisten hábitos y costumbres culturales que tratan a mujeres o grupos no binarios de un modo que trasgrede derechos humanos y que, en consecuencia, no son tolerables para una democracia.

Dichas limitaciones imponen barreras sicológicas producto de inercias ideológicas que impiden ver las nuevas realidades y, por consiguiente, parece difícil, sino imposible, converger con ellos en la redacción de una nueva carta que ajuste el actual contrato social a las condiciones emergentes que, por lo demás, se expresaron con claridad el 25 de octubre de 2019 y que, a mayor abundamiento, en caso de requerirse un nuevo plebiscito de entrada al proceso constituyente en curso, podrían volver a manifestarse masivamente, provocando polarización y desequilibrios políticos no deseables para los propios partidos que lo proponen.

Una mayoría ciudadana indesmentible espera, pues, que la mesa preconstituyente de los partidos legalmente constituidos y con representación en el Congreso que vuelve a reunirse hoy, siga acercando posiciones en torno a “mínimos comunes” en los que, con cierta seguridad, coinciden ampliamente desde la centroizquierda socialcristiana y socialdemócrata, hasta la centroderecha y derecha social liberal y que abarca, por tanto, un espacio electoral que asegura que la nueva revisión del contrato, termine aprobada en un plebiscito de salida que se realice hacia fines del 2023.

En tal caso, ya no importa quien finalmente lo firme, pues, no obstante que la actual constitución tiene poco de la de 1980 y que está suscrita por un expresidente socialista, cuando las circunstancias políticas la pusieron a prueba, tampoco fue respetada, probablemente debido a la persistencia del propósito revolucionario implícito que sigue convocando a un pequeño sector de la política chilena, y que, dadas las crisis periódicas del capitalismo, estas siempre se pueden presentarse como muestra de las debilidades e injusticias “estructurales” del neoliberalismo y, por cierto, poner en jaque un orden que “protege los intereses de la clase dominante”.

Así, resulta indispensable para reducir los niveles de pesimismo que muestran las encuestas, así como la incertidumbre respecto del período de recesión previsto para el último trimestre de este año y el primero del 2023, que el Ejecutivo y el Congreso aceleren la aprobación de las reformas sociales pendientes en materia de jubilación, salud, educación, seguridad ciudadana y medidas económicas contracíclicas que disminuyan la carga sobre amplios sectores medios que esperan que el Estado y sus administradores de turno -que no la “clase dominante”- cumplan con el propósito arbitral que los propios partidos, casi sin excepción, le han otorgado en sus discursos.

La mayoría ciudadana que se manifestó el 4 de septiembre rechazando la propuesta de la convención, no solo asumió la incertidumbre de que, tras dicho rechazo, habría mayorías partidistas disponibles a redactar una nueva y buena constitución -lo que además refleja la distancia perceptiva entre las urgencias de la política y las de la ciudadanía- sino que ha insistido en que el Estado, con su actual estructura y normas constitucionales vigentes, puede y debe responder a sus demandas más urgentes.

Parece evidente, además, la necesidad de desplazar de la primera línea de las conversaciones públicas el elítico tema de la lucha por el poder político implícito en la persistencia del Gobierno y oficialismo en relevar la importancia de un proceso constituyente que, de haber representantes democráticos conscientes de su rol  y el del propio Estado, no debiera ser motivo de diferencias tan sustantivas que impidan alcanzar acuerdos sin tener que recurrir al soberano, vía un plebiscito de entrada, lo que, si bien pudiera ser irrelevante para quienes se afanan en proyectos revolucionarios o ultraconservadores, no lo son para  aquellos que siguen creyendo en la democracia, de manera de concordar “una nueva y buena carta redactada en democracia” y terminar así, de una vez por todas, con la fastidiosa excusa de la “constitución de Pinochet” como argumento para mantener una situación de “casus belli” interminable. (NP)