Cuenta un viejo y algo chovinista mito inglés que el Presidente de un país del tercer mundo recién independizado preguntó al Primer Ministro británico si era muy difícil llegar a establecer un Estado de Derecho. Este respondió que no tanto, que solo resultaban difíciles los primeros mil años.
Aunque, de seguro, la historia no es cierta, da cuenta de una verdad: llegar a tener instituciones estables, prestigiadas, que funcionen, que satisfagan las aspiraciones de un pueblo y que este se sienta identificado con ellas, toma tiempo y requiere de mucha sabiduría para ir constantemente haciendo cambios incrementales que respondan adecuadamente a los problemas y ripios que, inevitablemente, esas mismas instituciones habrán de presentar frente a una realidad cambiante.
Uno de los mayores riesgos que puede presentar nuestro nuevo proceso constituyente, que entra en tierra derecha la próxima semana, es que los expertos y, luego, los constituyentes electos confronten, desde un comienzo, los modelos, fórmulas y hasta redacciones constitucionales de su preferencia ideológica o académica, sin antes siquiera debatir el diagnóstico de lo que ha funcionado bien y de lo que ha funcionado mal en la arquitectura institucional chilena.
Ni expertos ni electos podrán acertar a ofrecer una buena Constitución si ponen por delante sus preferencias y omiten la pregunta de por qué y cómo es que el Estado de Chile no ha podido enfrentar adecuadamente la demora en la atención en salud; la crisis creciente de la educación pública; cómo es que llevamos quince años con claridad absoluta de que el sistema de pensiones entraría en crisis, debatiendo reformas previsionales alternativas, sin alcanzar acuerdos; si no se logra entender por qué las alzas de precios en los planes de las isapres no lograron una solución política hasta que la ha forzado la Corte Suprema. No lograremos una buena Carta Fundamental si no entendemos mínimamente la popularidad alcanzada por la violencia como método de protesta social el 2019. Difícilmente podremos tener una buena Constitución sin entender lo que hizo posible que se terminara implementando el Transantiago. Es muy improbable que se haga una buena Constitución sin un diagnóstico de por qué los partidos políticos y el Congreso están en los últimos lugares de la estima ciudadana; si tampoco entendemos por qué el Poder Judicial no goza de prestigio, a pesar de reconocérsele como probo e independiente.
Si los constituyentes se hicieran estas preguntas y comenzaran por compartir sus percepciones acerca de las falencias que ha mostrado la arquitectura política chilena, el debate sería ciertamente más fructífero que si partieran por confrontar sus preferencias, como, por desgracia, probablemente ocurrirá y conducirá a un nuevo debate ideológico y polarizado.
Lo rotundo del rechazo a la anterior propuesta nos libera esta vez de maximalismos refundacionales, pero no parece habernos curado de la preeminencia de una mirada excesivamente ideologizada del tema constitucional, ni tampoco del constructivismo voluntarista que parece creer que basta declarar algo en ella para que la realidad mágicamente se transforme y adecue a lo que la norma declara.
La próxima semana no solo se instalarán los expertos, sino que comenzará la campaña de los candidatos al Consejo Constitucional. La derecha anuncia que centrará su campaña en un Chile más seguro, mientras la izquierda afirma que prometerá derechos económicos sociales. Lo que ambos silencian es que una Constitución solo puede ser un instrumento que indirectamente puede contribuir a lograr esos bienes; los que, para realizarse, requieren de recursos y políticas públicas bien diseñadas e implementadas.
Lo que una Constitución puede hacer por ellos no se logra con declaraciones rimbombantes ni promesas tan inútiles como populistas. Lo que una Carta Fundamental puede hacer es corregir los arreglos institucionales que han llevado a que esos bienes no se hayan alcanzado en una medida satisfactoria para la población.
Las expectativas inadecuadas acerca de lo que es y puede lograr una Constitución derivaron ya en una pésima propuesta. Esa misma propuesta no se repetirá, pero no parece haber cambiado mucho la raíz del problema que la originó. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil