Salomón Lerner, quien fuera presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú, dice que “la exposición de la violencia no es únicamente el reconocimiento de víctimas, culpables y daños por curar. Ella puede ser, por encima de todo, un descubrimiento de nosotros mismos. Es lo que en la antigua tragedia griega se llamaba anagnórisis, el reconocimiento de nuestro pecado oculto e ignorado en el que se encuentran las claves para la comprensión exhaustiva de nuestro presente”[1].
¿El Once ya es historia o sigue siendo una experiencia que nos define vitalmente?
Al conmemorar 50 años del golpe de estado, podríamos preguntarnos porqué seguimos recordando esa fecha y hasta cuándo lo seguiremos haciendo. Algunos piensan que el gobierno lo trae a colación para obtener ventajas morales o políticas, convirtiendo la conmemoración en una posibilidad para reconstruir su golpeado relato.
La verdad no es tan sencilla, ni tampoco el sentido de la conmemoración depende del gobierno. Se trata de un momento de la sociedad del cual es difícil escapar.
Para muchos chilenos y chilenas de varias generaciones ese día se ha convertido en un presente eterno, un momento decisivo en sus biografías y las de sus familias y amigos, del cual es imposible sustraerse; de alguna manera nos define quiénes somos y a qué comunidad política pertenecemos.
Si el Once ya fuera historia, es decir si nos permitiera invocarlo con distancia ecuánime, basándonos para su interpretación en archivos y documentos al modo que los historiadores ejercen su oficio, ¿habría que dejar de lado la memoria, siempre cargada de subjetividad y que nos hace mirar ese día desde lo que creemos saber hoy?
La experiencia y dolores del golpe siguen estando demasiado cerca. La memoria y la historia vuelven a cruzarse en este aniversario. Las víctimas dirán su verdad, interpretarán ese pasado, quizás algunos -como dice Beatriz Sarlo- al modo realista-romántico, es decir otorgando valor a detalles que afirman la verosimilitud e intensidad del recuerdo; otros han heredado una memoria transgeneracional que sin pasar por la experiencia viven el trauma intensamente abriendo así la pregunta acerca de la posibilidad de superar la herida.
Esa memoria se ejerce sin sentirse obligados a dar explicaciones, a evocar lo incómodo, a definir nuestro papel en el drama más allá de la derrota y el martirio. Algunos rechazan completamente la idea de admitir culpas, incluso errores. Invocar el contexto político de la crisis que terminó en el golpe de estado es visto como una agresión, una sibilina justificación de la dictadura y el terrorismo de estado. Como si comprender fuera sinónimo de justificar.
Otros relatos también entrarán en el juego. Son aquellos que sostienen haber actuado inspirados por el patriotismo, cumpliendo su deber para salvar a Chile de la guerra civil o de una dictadura de signo contrario. A su vez también se consideran injustamente victimizados al tener que enfrentar en democracia juicios públicos y procesos judiciales interminables, tener que “desfilar por los tribunales” por años en circunstancias de estar convencidos de haber actuado disciplinadamente según lo que correspondía en el momento; es decir, ser sujetos ¿o caídos? de algo así como lo que Hannah Arendt describió como “la banalidad del mal”.
¿Hemos sido todos víctimas de la violencia, la intolerancia y el maniqueísmo? La violencia es adictiva, otorga identidad y quienes la ejercen se embriagan con el espejismo de su poder. Fernando Atria, con ocasión de los 40 años del golpe sostenía que la idea de reconciliación es “el redescubrimiento de la común humanidad de víctimas y perpetradores (es decir) la posibilidad de ver a los perpetradores como víctimas en algún sentido (…) en el sentido que ellos fueron también deshumanizados `diferentemente, pero por igual` por su creencia ilusoria de que controlan la fuerza. En ese sentido ellos también fueron víctimas de la fuerza”.
Es muy discutible la idea de la reconciliación porque de alguna manera es una presión moral sobre las víctimas. Prefiero hablar de despolarización, como dijo un amigo alemán, ex director del museo de la Stassi en Berlín. Pasados 50 años no estaría de más conversar sobre las razones por las que el país cayó en un espiral de odio y polarización, porqué los chilenos dejamos de ser una comunidad tolerante, cómo se impuso el maniqueísmo para descartar al otro, identificándolo como enemigo irreconciliable; porqué el sistema democrático de la época, amparado en la Constitución de 1925, fue incapaz de encontrar una solución institucional que salvara la democracia.
La manera como asumamos la conmemoración de los 50 años del golpe será relevante. El partido comunista en su pleno de febrero invita a que “Los 50 años deben transformarse en una expresión social; política; cultural e internacionalista que fortalezca la alternativa legítima y necesaria del Movimiento Popular chileno. En una coyuntura plagada de desafíos y una dura lucha de clases con la oligarquía; las transnacionales y el imperialismo norteamericano”. O sea, de alguna manera volver a 1973.
El mundo de hoy es muy distinto. La utopía socialista marxista feneció con la URSS y el muro de Berlín. Sin embargo, nuevas formas del socialismo real han seguido manifestándose en nuestra región y el mundo. Los regímenes autocráticos de Corea del Norte, Nicaragua y Venezuela, si bien para nadie representan una utopía, siguen en pie y siguen contando con la solidaridad de muchas izquierdas latinoamericanas, con desprecio por la democracia y los derechos humanos.
Ya es común afirmar en Chile que la democracia está bajo asedio, amenazada por la polarización, el populismo y el crimen organizado. Sabemos ya que la inminencia no son los golpes de estado sino la captura del estado por populismos autoritarios de derecha o izquierda que van sistemáticamente horadando las instituciones, arrasando con los derechos humanos y liquidando la autonomía de los poderes públicos. Incluso en países democráticos como México, Israel y Argentina el poder judicial y la independencia de la justicia se ven amenazadas por tendencias autocráticas.
Aprender de la experiencia es aprender que solo en democracia se pueden vivir la libertad y los derechos humanos como una realidad palpable. Defender y salvaguardar la democracia representativa -con todas las mejoras que se le quiera hacer para mejorar la participación y aprovechar las tecnologías- es reconocer que ya sea por la memoria pertinaz o atormentada o resistente, o por el desapasionado análisis histórico, nuestra historia nos enseña que más allá de las culpas de cada uno, tenemos todos una responsabilidad común. (Ex Ante)
Ricardo Brodsky
[1] Lerner, Salomón. Palabras inaugurales seminario “De la negación al reconocimiento”. CVR. Lima. 2003