Una serie de indicadores, elaborados recurrentemente por entidades extranjeras (la mayoría de reconocida calidad), muestran el nivel de desarrollo que ha alcanzado nuestro país, ubicándolo casi sin excepciones por sobre la media mundial y en una posición de liderazgo en el concierto latinoamericano.
En días recientes se ha conocido el estudio de Freedom House sobre el estado de la libertad en el mundo (correspondiente al año 2022), un bien mucho más escaso de lo que imaginamos quienes la vivimos cotidianamente sin mayores restricciones. En efecto, en el estudio referido Chile forma parte de la minoría de naciones donde sus habitantes gozan de plena libertad, alcanzando una puntuación que lo sitúa entre los veinte mejores en esta materia (superando a países desarrollados como Estados Unidos, Francia y España) y en el segundo lugar en América Latina por detrás de Uruguay. Este resultado es del todo consistente con otro estudio, destacado hace poco en este espacio, que se refiere al estado de la democracia reportado por la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist. En él nuestro país se posiciona en el selecto grupo de las democracias plenas en el mundo (otra vez una minoría de apenas 24 naciones).
Hay quienes desconfían de estos rankings, seguramente por la percepción más bien negativa que los chilenos solemos tener del país en el que habitamos, influidos por consignas de gran resonancia comunicacional -«el país más desigual del mundo», «no son 30 pesos, son 30 años», «el robo legalizado de las AFP»- que no se condicen con las condiciones materiales e institucionales de las que gozamos aquí en comparación con las de nuestros vecinos y con las de ciudadanos de otras latitudes.
Muy pocos compatriotas situarían de buenas a primeras a nuestra democracia entre las mejores del mundo y, sin embargo, los estudios internacionales nos informan que pese a sus imperfecciones, algunas bien conocidas entre nosotros, nuestro régimen democrático es superior al de la mayoría de los países del mundo.
Usted podrá dudar de la aventajada posición de Chile en los reportes referidos -y en otros de la más diversa índole-, resistiéndose a creer lo que sería entonces una inmerecida virtud. Pero basta echarle una mirada detenida a esos rankings para reconocer la sólida evidencia de lo mucho que hemos avanzado en distintos ámbitos, siendo algunos los de más alta valoración para los ciudadanos como la libertad y la democracia, y también en variables sociales de primer orden como pobreza (la menor tasa de América Latina), salud (el país más saludable del subcontinente según Bloomberg) e incluso educación.
A la luz de estos reportes, de fácil acceso y lectura, no puede menos que sorprender que la refundación del país le hiciera sentido a un grupo no menor de chilenos, sobre todo entre los jóvenes. Pero esos mismos resultados hacían prever que semejante tentativa no podía tener destino. No tiene lógica refundar una democracia que está considerada entre las mejores del mundo. Tampoco un sistema económico que ha llevado a Chile a ostentar el más alto desarrollo humano de la región. El audaz empeño de sus autores, que no se restaron de proclamar sus ánimos refundacionales en la Convención Constitucional, simplemente no alcanzó los votos suficientes. El sentido común de la mayoría de los electores, fundado en la realidad maciza de los “30 años” -vaya paradoja-, estuvo en la base del rechazo del 4 de septiembre.
Con todo, no es que tengamos que escrutar complacidos, como quien contempla un paisaje bucólico, las envidiables posiciones en las que Chile se ubica en los rankings internacionales que informan de la evolución de las principales variables del desarrollo en el mundo.
Nuestras falencias están a la vista y requieren reformas, algunas urgentes. Pero en términos políticos una cosa es reformar, que es de la esencia de los países que han alcanzado el desarrollo, y otra muy distinta es refundar -un terremoto institucional en toda la línea- como se pretendió en la Convención Constitucional, lo que fue apoyado por una gran parte de la izquierda institucional.
¿Hicieron caso omiso a diversos estudios internacionales -entre ellos el de desarrollo humano del mismísimo PNUD- que pintan a un país más cercano al pleno desarrollo que a uno que se cae a pedazos y que requeriría cirugía mayor? Afortunadamente, gozamos aquí de la más plena libertad y de una democracia en plena forma, pilares sobre los cuáles hemos fundado nuestro desarrollo desde 1990 y también sobre los cuáles podemos erigir el desarrollo futuro al que aspiran la mayoría de los chilenos. Cuidarlos con esmero es una tarea en la que no debemos cejar ni por un instante. (El Líbero)
Claudio Hohmann