El cabo segundo Álex Salazar agonizaba cuando el general director de Carabineros dijo con energía “¡Basta ya!”. Expresó una emoción: la justificada indignación de sus subalternos, el abandono a que son sometidos por las autoridades. Quiso alzar la voz para dar ánimo a los que exponen su vida y aceptan, como condición para portar su emblema, el dolor irreparable de la muerte. Por su exclamación de hombre de bien fue tratado de deliberante, citado para ser amonestado y advertido de que podía ser objeto de castigo. Cabizbajo y triste por el trato, a la salida del pomposo Palacio de Gobierno se enteró de que el carabinero Salazar había fallecido.
Nos llegó una carta de un policía anónimo, que rindió un homenaje a sus compañeros. “Vestimos el uniforme de la tela más simple”, escribió. Y luego añadió: “llevamos un escudo que hemos conseguido con esfuerzo y sacrificio. En esto, somos privilegiados”. Su privilegio y mayor orgullo consiste en servir a las personas. Por eso, los homenajes se reservan para su muerte, cuando son mártires. Claro, porque lo normal es que ayer o poco antes, ese carabinero consolara a una familia mutilada, auxiliara en un parto callejero, subiera a la montaña nevada a rescatar a un excursionista perdido, o sencillamente fuere el hombre de verde que ayudara a cruzar la calle. Cosas simples. Nunca, que se sepa, un carabinero es llamado para recibir un gesto que lo consuele a él como persona por sus temores y riesgos. Lo que vemos, en cambio, es que conoce la cara menos amable de muchos, autoridades y políticos, quienes se felicitan a sí mismos cuando sus trabajos salen bien, y los hunden con su desprestigio y el de la institución cuando algo sale mal.
Los homenajes póstumos alumbran pasajeramente la historia de un carabinero muerto en su trabajo. Debe ser asesinado vilmente para que los focos sean llamativos. Allí nos enteramos de las circunstancias, de la mujer que deja sola y de sus mocosos hijos aferrados a su falda. Ella siempre dice ante las cámaras que diariamente se preguntó si al final de la jornada él iba a volver a su casa. Algo así también ocurre a una carabinera. Su condición de esposa, madre o hija debe aterrarla de solo pensar que ese día un delincuente o una turba podría atacarla o asesinarla. Por ejemplo, María Hernández y Abigail Aburto. Dos mujeres a quienes feroces delincuentes trataron de matar, incendiándolas, durante el furioso “estallido” del 2019.
Los carabineros, hombres y mujeres, no nos recuerdan su labor ni pretenden dar lecciones de humildad, ni de sacrificio y valentía. Breant Rivas, Samuel Tiznao, David Florido, Eric Friz, Carlos Retamal. Solo los llamamos mártires.
Como ciudadano, estoy bien servido y de sus nombres no me acuerdo. Son hombres y mujeres cuyo uniforme es de la tela más simple.
Álvaro Ortúzar