Uno de los temas centrales del debate constitucional —particularmente el que se iniciará con los constituyentes electos— es el del lugar que cabe a la minoría y la actitud que frente a ella debiera tener la mayoría.
En otras palabras, ¿qué actitud deben adoptar los republicanos que concitaron la confianza de la mayoría? ¿Qué derecho le cabe a la izquierda frente al triunfo más o menos arrollador de los republicanos?
Para responder esa pregunta es necesario revisar el fundamento de la democracia. Si averiguamos cuál es la razón de que confiemos en ella, podremos saber cuál es el deber que posee la minoría o la mayoría en el debate.
Parece obvio que la razón para preferir la democracia no es la regla de la mayoría. La mayoría no está más cerca de la corrección o de la verdad por el mero hecho de ser mayoría. Es tonto pensar que la verdad o la corrección de un enunciado deriva del número de personas que lo profieran o adhieran a él. A eso se refirió Borges cuando dijo que la democracia “era una superstición basada en la estadística”. Es, en efecto, supersticioso creer que el número de gente que adhiere a una creencia garantiza la corrección de esta última.
Por esa razón es errado suponer que la mayoría tiene derecho a imponer su punto de vista.
La razón para preferir la democracia es una razón de índole moral: preferimos la democracia porque ella es la forma de gobierno que mejor realiza la imagen que tenemos de nosotros como personas libres e iguales. En la medida que en las votaciones se renuncia a la coacción y cada voluntad cuenta como una y nada más que una, cada ciudadano es concebido como alguien capaz de discernir lo que es mejor para todos, y a quien no se puede obligar sin que consienta. Así entonces es la igualdad moral —la igual libertad de que disponen los ciudadanos a la hora de autogobernarse— lo que hace preferible la democracia.
¿Qué se sigue de lo anterior?
Desde luego, la mayoría en una democracia no podría violar o infringir esos valores de igualdad y de libertad. Si lo hiciera, se privaría de aquello que la fundamenta, socavaría aquello que la justifica. Así la mayoría no puede privar a la minoría de sus derechos, ni establecer diferencias ex ante entre las personas. Esto es lo que haría ilegítima una dictadura benevolente elegida por la mayoría: por más benevolente que fuera violaría los principios de igualdad y libertad que nos reconocemos mutuamente, destruyendo así el fundamento moral de la democracia.
Pero no es solo eso, en una democracia (sobre todo en un momento constitucional) existe el deber de dialogar, de deliberar acerca de lo que sea mejor para todos.
La democracia —justamente porque se funda en el reconocimiento recíproco— exige el diálogo y el intercambio de puntos de vista. Y en esto el número de quienes sostienen los puntos de vista no es una razón para considerarlos mejores o peores. Los puntos de vista se sostienen en razones o en evidencias, no en el número de quienes los profieren. Un diálogo constitucional exige un intercambio de razones, no el simple agregado de manos alzadas. Si la democracia fuera eso, si consistiera simplemente en contar el número de manos que se alzan en favor de un punto de vista, entonces bastaría una sola sesión para resolver los problemas. Pero los problemas, si son genuinos problemas, exigen deliberación y diálogo y en ellos hay buenas o malas razones, no razones mayoritarias y minoritarias.
Quienes integran el Consejo Constitucional (con prescindencia del número de votos que obtuvieron) fueron elegidos para dialogar en torno al diseño de una Constitución. Ese es su deber. Y ese deber pesa sobre cada uno de ellos por igual. Sobre republicanos, frenteamplistas, derechistas, liberales presuntos o reales, izquierdistas de variada índole.
Pero, se dirá, todo lo anterior es absurdo, idealista, una ensoñación. Los consejeros tienen lealtades con sus partidos y estos representan intereses. Pensar que los dejarán de lado para ponerse a convencer o para oír razones y dejarse convencer, es absurdo. ¿Será cierto que lo anterior es iluso?
Es verdad que los consejeros y los partidos tienen intereses que los mueven para allá o para acá; pero si los intereses tuvieran la última palabra, no existirían los deberes. Porque los deberes (sin los cuales no podríamos hablar de buen o mal comportamiento) consisten justamente en actuar y comportarse de cierta manera incluso (y especialmente) si va contra los propios intereses, contra las primeras pulsiones. Es esta una vieja enseñanza que se encuentra desde Aristóteles a Kant.
Aunque es probable que en estos tiempos ligeros se la desoiga o, lo que sería peor, no se la conozca ni siquiera de oídas. (El Mercurio)
Carlos Peña