Esta semana se inicia todo. El miércoles el Consejo Constitucional sesionará por primera vez.
Cuando ello ocurra, y mientras se escuchen gran cantidad de juramentos y unas pocas promesas, será inevitable recordar aquella primera vez de la Convención, cuya sola imagen no hace más que recordar los traumas de una pesadilla escalofriante.
Esta vez será todo distinto. No habrá gritos. No habrá disfraces. No se pifiará el himno. La corbata y la gomina serán protagonistas de un partido muy diferente. Se iniciará así la última oportunidad para cerrar el proceso, pero cuyo resultado es aún más incierto que la primera vez.
Nada hacía presagiar en esa fatídica puesta en marcha anterior que el texto propuesto sería rechazado. Nada. Hoy, en cambio, la incertidumbre será la espada de Damocles que acompañará todo el proceso.
Pero hay algo más. Que es más importante y más sorpresivo: ya hay una Constitución lista, y es más o menos razonable para todos. Salvo, por cierto, para fanáticos de lado y lado. Sin embargo, a ese borrador hay que meterle mano durante seis meses. Así quedaron las reglas. Y es eso lo que comienza en tres días más.
Y es aquí donde se juega todo.
Si la propuesta actual de los expertos pudiese plebiscitarse, tal vez todos los sectores políticos llamarían con poco entusiasmo a aprobarla, pero —pese a ello— podría ganar la antipolítica. El rechazar a la casta. No sería un llamado ideológico, sino que un discurso contra los políticos (que siempre suena bien).
Si la propuesta actual se modifica (como parece lógico), ello solo puede hacerse hacia la derecha. Mal que mal, la mayoría en el Consejo está a estribor. Y es ahí donde puede incubarse ya no solo el rechazo a la política, sino también a la “Constitución de la derecha”. Y si en estos meses “los profe Silva” van a seguir haciendo apología de la dictadura y empezarán a hacer una política identitaria, puede terminar rechazándose —paradójicamente— por las mismas razones anteriores, pero a la inversa.
Así las cosas, lo que se haga desde quienes tienen la llave del proceso será clave. ¿Cuánto se puede modificar sin perder el consenso generado? ¿Cuánta mano se puede meter sin que se transforme en partisana?
Es una paradoja, pero en Chile tenemos cuatro constituciones listas: la actual, la de Bachelet, el mamarracho de la Convención y el resultado de los expertos. Ahora nos aprontamos a la quinta opción, que será el resultado del Consejo.
Pero podemos terminar en nada.
Y más allá de la burda trampa presentada esta semana por tres diputados socialistas para acortar el período de trabajo a dos meses e incluir la pregunta respecto a la Constitución de los expertos, de alguna forma el proceso que se inicia parece sobrarles a todos.
Y si bien gran parte de la izquierda despotricó contra los expertos en su momento, conocidos los resultados de la elección del 7-M, hoy se ve aferrada a ella como una enredadera. Lo que antes era sospechoso de ser antidemocrático, hoy representa adecuadamente el sentir del país.
Y para el mundo Republicano, si bien hay una oportunidad en conducir el proceso, el riesgo de conducirlo mal hace que también de cierta manera le sobre, por mucha legitimidad que tenga. Mal que mal, como dijo alguien, la mejor manera de perder poder es ganar una elección.
A estas alturas hay una cosa clara: lo que hizo el comité de expertos fue impecable. Sobrio, sensato y pragmático. Pase lo que pase en el futuro, será recordado como un momento luminoso de nuestra historia. Tal vez como la mejor expresión de los “30 años”. O tal vez como la última.
Así, el miércoles se estrena la última temporada de una serie inverosímil, que ha tenido de todo. Tal vez lo mejor era quedar hasta aquí, pero los acuerdos obligan a seguir adelante.
Veremos en qué termina. (El Mercurio)
Francisco José Covarrubias