Diversas autoridades ministeriales y políticas oficialistas han lanzado un discurso de defensa del renunciado ministro de Desarrollo Social, Giorgio Jackson, sobre la base de que “no existe ningún antecedente que lo comprometa en irregularidades” y/o que el dirigente “ha actuado siempre dentro del marco legal”.
Se trata, empero, de una defensa sobre un risco tras el cual no hay amenaza de pérdida de bien alguno que proteger en la medida que las acusaciones que se desataron luego de trascender el escándalo conocido como Caso Convenios, solo alcanzan a ese ámbito, es decir, a que el ministro respondiera por la responsabilidad que le atañe a toda autoridad ejecutiva fiscal en sus respectivas áreas de servicios en la protección y mejor asignación de los bienes que el pueblo les entrega para su correcta administración y cuidado.
No hay pues ninguna acusación que haya apuntado a trasgresiones legales que no sean las que indagan las Fiscalías y órganos de control pertinentes y que conciernen a personas y directivos de nivel medio que, desde luego, ya habían pagado, con su exoneración, el precio político directo, casi inmediatamente de publicitados los casos. El costo legal ante eventuales delitos queda a la espera de la correcta aplicación de justicia a través de los procedimientos estándar, debidamente establecidos en una democracia, y que habrán de conocerse tras las investigaciones, acusaciones y respectivas defensas a las que tienen derecho los acusados. Y hasta ahora, Jackson no ha sido señalado sino en el ámbito especulativo de la muy difícil comprobación de cargos, cual es la gestación ideológica de un modelo de exacción de recursos fiscales a través de fundaciones que políticos españoles de izquierdas habrían mostrado a dirigentes del Frente Amplio.
La responsabilidad política del exministro ha sido, pues, debidamente saldada con su forzada dimisión, aunque un senador socialista ha sostenido públicamente que este escándalo “no parará con la salida de Jackson”, añadiendo nuevos nombres a la lista de “ideólogos” del mecanismo y que, con cierta seguridad, la oposición se verá en la obligación fiscalizadora de continuar forzando la mayor transparencia posible de todo un proceso de transferencias de dineros fiscales por varios millones de dólares y que, en el pasado, el actual oficialismo juzgó y persiguió con el mismo vigor y energía que se le atribuye a la hoy oposición, añadiendo que, tal conducta, solo buscaría obviar la necesaria discusión parlamentaria de las discutibles reformas impulsadas por el Gobierno.
Pero, por de pronto, no parece justo para los contribuyentes que los sectores políticos se enfrasquen en una discusión en la que el Gobierno propone subir los impuestos a un agobiado sector productivo, afectado por dos años de pandemia, recesión, reducción del consumo, endeudamiento y quiebre de los canales de abastecimiento, amén de guerras locales, mientras, en el mismo acto, se conocen múltiples hechos de corrupción y/o mal uso de recursos del Estado, transferidos sin control ni fiscalizaciones, a organizaciones y fundaciones cercanas al oficialismo. Parece lógico que un escenario como aquel aumente la irritación ciudadana no solo con el Gobierno, sino con la política concentrada en sus propios objetivos, poniendo en riesgo aún mayor a una democracia que ya ha ido perdiendo, el menos en Chile, su reputación.
No habría que olvidar, pues, que el caso Convenios es solo otra razón por la que la oposición ha insistido al Gobierno en que no apoyará reformas mal diseñadas, sin antes no avanzar en una decidida modernización del Estado, así como en la discusión de las propuestas que ya están en la mesa de negociaciones por varios años y que abordan, sin necesidad de pedir mayores sacrificios a la ciudadanía y sistema productivo, mejoras en las pensiones de los sectores más vulnerables. Tampoco dando el voto para destruir estructuras de funcionamiento de un modelo de provisión de servicios sociales en materias de salud, previsión o vivienda, que si bien requiere ajustes, ya hay un amplio consenso entre especialistas de cuales son y a que ritmo pueden irse aplicando, para no afectar la solidez de sistemas que, con todas sus insuficiencias, son los que el país ha desarrollado en los últimos 40 años y que no requieren necesariamente de refundación.
Pareciera demás recordar que las propuestas maximalistas de la coalición original del presidente expresadas en la fallida carta magna que redactó la fracasada Convención Constituyente fueron debidamente rechazadas por una inmensa mayoría ciudadana. Pero, infaustamente, tanto el mandatario como sus cercanos y partidos allegados a la coalición original, no han cejado de insistir en la materialización de esos cambios, los que, si bien representan ideas, opiniones e intereses de una minoría que debe ser considerada en las negociaciones pertinentes, no encarnan el modo de vida que prefieren las grandes mayorías que se han manifestado en las urnas contra las reformas del Gobierno en la manera en que sus dirigentes quisieran que se apliquen. No debería entenderse como sordera o ceguera de la oposición el hecho de no avalar ni suscribir leyes que podrían modificar sustantivamente estructuras de diversas actividades sociales relevantes, creando un remedio peor que la enfermedad. La negativa opositora es simplemente, sentido común que, sin embargo, el oficialismo se ciega a ver en su curiosa convicción en el virtuosismo de sus propuestas.
En un cuadro de Gobierno obviamente limitado por su minoría parlamentaria e imposibilidad de conseguir votos moderados para proyectos refundacionales que importan aumentos de la carga tributaria a una ciudadanía que viene de sufrir las consecuencias de una pandemia, recesión y debilidad económica, el Ejecutivo requiere de un aún mayor esfuerzo de realismo, lo que, si bien su ala socialdemócrata ha sabido aquilatar con mayor madurez que los púberes dirigentes del Frente Amplio o los habitualmente sagaces líderes del PC, la inexistencia de un liderazgo unificador que guíe las fuerzas de los acontecimiento político sociales por vías reconocibles e institucionales, genera incertidumbres que inciden negativamente en los mejores planes de crecimiento económico de largo plazo que formule Hacienda, basados en las nuevas ventajas comparativas abiertas para el país en el área de la producción y transporte de energía, así como el desempeño de sus sectores tradicionales y emergentes.
La recomposición de las confianzas con el empresariado transnacional, nacional grande, mediano y pequeño para que invierta sin temores y con los trabajadores dependientes e independientes para que dinamicen la actividad económica y el crecimiento, puede hacer maravillas en la producción de recursos fiscales para mejorar la calidad de vida de aquel 40% que aún se encuentra en los límites de la pobreza y teme un traumático retorno a esas condiciones.
Pero para aquello es menester dar señales claras de gobernanza y control de las riendas ejecutivas expresadas en el mejor y más eficiente control de la seguridad ciudadana en ciudades y campos del sur e inmigración en el norte; cuidado de los derechos humanos, entre ellos el respeto irrestricto a la propiedad de los bienes de producción, capital, ahorro y patrimonio familiar y personal; la mantención de instituciones estatales despolitizadas que aseguren vigencia de tribunales y una justicia sensata que no termine desmantelando estructuras de servicios que el país ha ido desarrollando por décadas, así como un sistema político democrático liberal, tolerante y abierto, subsidiario y solidario, responsable fiscalmente, que no endeude a generaciones futuras y cuidadoso de la situación social y económica de sus ciudadanos, que es lo que la mayoría ciudadana quiere en Chile como resultado de la acción de sus políticos.
Tal vez la más relevante de las lecciones que pueda quedar como resultado de este proceso encabezado por una nueva generación que disputó exitosamente el poder a la clase política tradicional, sea conseguir el pláceme de la asamblea ofreciendo propuestas de cambio que se ajusten a viejas demandas ciudadanas insatisfechas, sin considerar las reales posibilidades de su materialización, pero que luego deben pasar por el test de realidad, que es donde, pareciera innecesario decirlo, se han ido diluyendo las confianzas ciudadanas en sus dirigentes políticos dadas las múltiples promesas incumplidas, por excesivas.
No encontrar eco, pues, en la oposición para avanzar en la discusión de las propuestas de reformas y pacto fiscal promovido por el Gobierno, no es resultado de un rechazo impulsado por la maldad o egoísmo opositor, sino por la convicción de que, en la forma en que los cambios han sido planteados por el oficialismo, la crisis actual pudiera extenderse y profundizarse, además sin necesidad, dado que los proyectos alternativos para mejorar las pensiones están a la mano desde el gobierno anterior y permitirían resolver ese problema a decenas de miles de pensionados cuya jubilación está bajo los $250 mil. Un ayuda de tal naturaleza, aunque no tiene la épica de la toma del Palacio de Invierno o La Bastilla, mejoraría sustantivamente el estado de ánimo y percepción de mejor estándar de vida de esos hogares.
Los chilenos han cultivado un sólido realismo en su ya casi medio siglo de habitar una sociedad de mercado libre y abierta al mundo, generando habilidades y capacidades para desempeñarse en esos infinitos mundos de oportunidades que el intercambio abre, sin requerir de la subsidiariedad del Estado, sino en casos de abusos de las asimetrías que la libertad crea. Tal es el papel de la política, una actividad precursora de la armonía y paz entre los partícipes de los asuntos de la ciudad. Nada más que eso le ha solicitado la ciudadanía al actual y anteriores Gobiernos. No heroísmos, ni epopeyas megafónicas, no liberación de dominaciones de dragones fantasmas o perversos demonios rubios. Todo aquello, dentro de las limitaciones básicas que Cicerón señalaba para un mejor desempeño del gobierno y la propia sociedad: “Somos esclavos de las leyes para poder ser libres”, el mínimo común denominador que guía a una ciudad armónica, pero que a los aspirantes a políticos le añade virtudes adicionales entre las cuales la honestidad, la justicia, prudencia, fortaleza y templanza, son indispensables a la hora de ejercer el poder. (NP)