Recientes encuestas que se entienden bien ejecutadas, con preguntas perfectamente formuladas, entre públicos aleatorios y sin sesgos, que mostrarían resultados que llevados a la totalidad del universo analizado presentarían respuestas altamente probables, afirman que una mayoría más o menos contundente de los entrevistados manifiesta como opción votar “en contra” de la nueva carta fundamental que un grupo de consejeros constituyentes elegidos se encuentra redactando por mandato del soberano, el pueblo, aún sin conocer el producto final.
Se trata, desde luego, de opiniones dictadas improvisadamente y que, por lo general, se construyen con puntos de vista que el sujeto ha escuchado o a los que ha accedido, tanto en sus entornos presenciales inmediatos, como en medios de comunicación masivos o redes sociales y que forman parte del conjunto de fuentes que considera confiables y respetables y que, por lo tanto, se pueden repetir sin temor al ridículo, el aislamiento o el rechazo, sino más bien, integrándose de ese modo a corrientes de sentires que parecen mayoritarias, aun cuando muchas veces contraríen sus pareceres más profundos, en particular cuando la encuesta refiere a a consultas sobre hechos que impactan directamente en la calidad de vida y respecto de lo cual la gente tiene ideas muy claras.
En efecto, las encuestas pueden equivocar pronósticos tanto por razones de formulación y/o ejecución, como por sesgos de silencio, aunque, por cierto, en ciencias sociales no existen muchos más instrumentos a través de los cuales ir construyendo escenarios potenciales o probables con miras a prevenir circunstancias que incidan en la gobernabilidad. De allí que, por lo general, los analistas políticos hayan estado alertando sobre un posible segundo fracaso constituyente, en la medida que, más allá de los porcentajes precisos que aquellas arrojen, los sondeos parecen coincidir en la idea de un curso más favorable al “en contra” que al “a favor” en que se dividirá binariamente la consulta al soberano en diciembre próximo.
A estas alturas, el país completará un total de cinco anteproyectos constitucionales que van desde la actual, al evacuado al final de la administración Bachelet, el rechazado prospecto la de Convención, la reciente propuesta de los expertos formulada sobre los 12 principios acordados por los partidos políticos con representación en el parlamento; y próximamente, la del Consejo.
Esta abundancia de textos permite un doble diagnóstico: de un lado, demuestra la profunda y persistente división de la sociedad chilena, tanto entre el propio soberano y sus representantes, como entre las elites representativas de uno y otro bando en disputa; y por otro, la porfiada predisposición cultural feudal de orgullo y dignidad del patriarca infalible que impide acuerdos en los que las partes muestren sus debilidades de principios o valores “negociables” en medio de un proceso en el que se está redistribuyendo la estructura de poderes institucionales, derechos y deberes, libertades y obligaciones que regirán los vínculos entre los ciudadanos y con el Estado.
Chile tiene una larga tradición de luchas de bandos y la actual coyuntura no es una excepción, aunque, por cierto, esta vez las divisiones cruzan amplios espacios ideológicos y políticos, así como de culturas de poder y consideraciones sobre la democracia en su forma liberal. También, desde luego, en competencia con otros modelos democráticos actuales, como aquellos más autoritarios, iliberales o populares, que agrupan a Estados con división de poderes menos estrictas, limitaciones a la existencia de partidos diversos en competencia electoral o un empoderamiento desequilibrado del poder Ejecutivo o presidencial respecto del judicial o parlamentario.
Tales diferencias emergen en la forma de grupos contingentes que reúnen a izquierdas y derechas, aunque con sus respectivos matices en lo que se refiere a su noción “liberal-burguesa”, como lo denominaría un sociólogo de tradición marxista o iliberal; o simplemente “popular”, como se autodefinieron las estructuras de poder político estatal de naciones que aún sostienen regímenes monopartidistas o “dictaduras del proletariado”, de «liberación nacional», de un partido socialista, comunista o de los trabajadores.
Aunque no necesariamente conscientes de aquello, las elites partidistas surgidas tras las modificaciones que buscaron una mayor participación ciudadana superando el modelo electoral binominal e impulsaron la actual dispersión de colectivos que llega a mas de 20 con representación en el Congreso, se definen en coordenadas cuyas vocaciones se ubican más a la izquierda o derecha del trazo horizontal que matiza posturas sobre el papel del Estado o el mercado en la economía y producción de bienes y servicios; y/o más arriba o más abajo del trazo vertical que mide las posturas referidas a la liberalidad en lo político-democrático. En ese mapa, del conjunto de partidos legalmente constituidos se pueden caracterizar hoy unos cinco en el cuadrado de la derecha, tres alrededor del centro y doce en la izquierda, los cuales finalmente completan un esquema en el que un solo colectivo se ubica en la derecha, seis en la centro derecha; siete en la centroizquierda y cuatro en la izquierda.
Dicha configuración partidista, a pesar de todo, no tiene hoy un correlato en la ciudadanía, una de la cual expresa su opinión política amarrada a los candidatos que los partidos negocian y proponen en sus transacciones de coalición dentro de la legalidad vigente, sin que esa votación alcance a marcar predilección específica alguna en materia de intereses propios, sino gruesos conceptos, ideas o prejuicios que explican las oscilaciones sin camiseta partidista en izquierdas y derechas: en el primer caso, por ejemplo, el logro de una mayoría de convencionales extra-Concertación que arrastraron con la votación de centroizquierda; y en el segundo, la mayoría de consejeros republicanos que arrasó con la votación de centroderecha, no obstante las previsiones en contrario de las encuestas.
Así las cosas, el país ha avanzado en este proceso constituyente desde 2019 -uno cuya demanda social se ubicaba en la número 91 de las que el experto chileno en IA César Hidalgo clasificó e identificó durante la revuelta del 18-O- al modo de un péndulo, expresando así el voluntarismo de esta puesta en escena, aunque, como es obvio, que actuó sobre la misma estructura cultural política surgida del plebiscito de 1988 y que dejó en manos de las derechas y centro derechas 44% de los votos y de las izquierdas y centro izquierdas 56%, una estructura binominal que luego posibilitó cuatro gobiernos consecutivos de centro izquierda e izquierda.
Solo la división interna de esos sectores, aumento de independientes, cambios legales y el surgimiento de nuevas colectividades hicieron posible la modificación de las tendencias llevando en 2021, por primera vez, a una competencia por la Presidencia de la República a dos candidatos polares. Y si se considera que la votación de primera vuelta de Boric fue de 25,8% y la de Kast, 27,9%, las oscilaciones de los votantes de centro-izquierda y centro-derecha, más independientes, son las que explican la actual estructura de poderes electorales, con sectores que se “endurecen” o “flexibilizan” con sus mismos sufragios, pues, en segunda vuelta, Kast y Boric repitieron la votación del plebiscito de 1988, con 44% y 56%, respectivamente, sin que se observaran cruces masivos -hasta ahora- del Rubicon, sino más bien, producto de la expresión de amplios sectores independientes que no participaban en estos actos y que merced al voto obligatorio demostraron sus respectivas posiciones culturales político-sectoriales.
Así, se podría afirmar que, más allá de las encuestas, lo que ha sucedido hasta ahora con el tema constituyente no es más que el natural ruido de la queja que se produce ante la imposibilidad de que una carta fundamental, cuyo propósito es nada menos que normar el uso del poder que la ciudadanía transfiere a las instituciones del Estado y la protección de sus derechos y libertades, deje plenamente contento a todos. El éxito de las constituciones más bien debería medirse según a cuantas personas sus normas les resultan inoponibles. Sin embargo, si el nuevo prospecto de constitución consigue, después de todo, equilibrar el conjunto de poderes del Estado, así como los derechos y libertades ciudadanas dentro del marco de la típica secuencia tradición y cambio, no es desdeñable que una vez madurados sus contenidos y comunicados con transparencia a la ciudadanía, la cuantiosa reserva de madurez, moderación y sensatez de sobre el 46% de sectores de centro izquierda y derecha más parte de la derecha mayoritaria en el Consejo pudieran dar una sorpresa para la opción “a favor” en la nueva carta.
Y si bien lo que se esperaría para dar por superado el tema constituyente es que la nueva propuesta termine siendo aprobada por una amplia mayoría, ojala superior al 60%, lo cierto es que, en temas de poder político, la situación nunca está zanjada y más bien la justa por la consecución de normas, reglas, recursos y leyes que faciliten o viabilicen el acceso a cuotas de poder a sectores ciudadanos organizados políticamente, no termina nunca y, al revés, muchas veces asume hasta formas delictuales, como las que hemos visto en la macrozona sur, donde intereses mafiosos se cruzaron con épicas de liberación racial para legitimar acciones cuyo objetivo no es otro que el interés personal o grupal, al igual que lo que se observó en el norte del país con el uso y abuso de los convenios de Gobernaciones con fundaciones sin experiencia en los proyectos encargados.
Es decir, si la votación de diciembre tuviera un resultado muy ajustado, aquello no debiera ser óbice para su aprobación y legitimación para seguir, luego, proveyendo el conjunto de leyes que deberán acompañar el posterior ejercicio de la primera constitución redactada en democracia. En democracia quien gobierna es la mayoría circunstancial, aunque respetando los derechos de las minorías. La ciudadanía no debería, pues, comprar con ingenuidad la idea de que una constitución aprobada con baja mayoría no cuenta con el peso suficiente para sostener su soberanía, porque, cualquiera sea el resultado que arroje el plebiscito de salida, el tema seguirá pendiente para aquellos que buscan cambiar de modo radical el modo de vida de los chilenos, arrastrando al país a experiencias colectivistas que han mostrado hasta la saciedad el más rotundo fracaso de sus propuestas. (NP)