Chile tiene un problema. En los últimos años las justificaciones morales y jurídicas de la autoridad se han venido degradando; en todos los ámbitos, pero especialmente en el político. Esto impidió reformas que habrían ayudado a contener y castigar los abusos, e ir en auxilio de las personas cuando los mecanismos prometidos no respondieron a las fatalidades de la vida. Esto generó el estallido de 2019. Afirmar ahora que fue obra de afiebrados “octubristas” que pretendían un golpe de Estado es de una ceguera insultante.
Desde luego no es suficiente; pero contar con una Constitución sancionada democráticamente es una condición básica para que las instituciones vayan recuperando la confianza. También para que el sistema político sea forzado a superar su ensimismamiento y actuar al servicio del bien común.
Es cierto que el proceso constitucional, inventado a la carrera en noviembre de 2019 para salvarnos de un inminente colapso de nuestra democracia, ha venido cansando a la población. No es para menos: llevamos en esto cuatro años, las desavenencias no amainan, las necesidades tampoco, y lo que nos metió en esta senda ya pasó al olvido.
No faltan los arrepentidos de “haber entregado” la Constitución de 1980. Ni los compungidos por no haber canalizado las energías de 2019 en otra dirección; por ejemplo, hacia cambios de orden material. Pero fue el camino elegido, y no se debe tirar la toalla hasta no haber agotado sus posibilidades.
Estamos ad portas de un nuevo 4 de septiembre, forzados otra vez a elegir en un plebiscito entre dos opciones, blanco o negro. Para sacar adelante una Constitución con un respaldo ciudadano sustantivo —algo que, hoy por hoy, se presenta cuesta arriba—, habrá que atreverse a hacer renuncias.
Pienso, por ejemplo, en el carácter de la Constitución. Yo mismo era de los que creían que esta debía ser un texto que alimentara un sentimiento de comunidad del cual hoy carecemos. Es hora de renunciar a tal aspiración. No es viable, al menos no ahora, cuando la pasión constitucional ya se ha enfriado. La única Constitución posible, en las actuales circunstancias, es una enfocada exclusivamente en las reglas de gestión del poder político. Será pobre, fría, burocrática, pero es lo que se puede. Lo demás habrá que dejárselo al juego político y a la dinámica de la sociedad civil.
No podemos, ciertamente, aceptar cualquier texto; por ejemplo, uno que retroceda respecto a lo que sirvió de combustible al estallido. Pero convengamos en que no hay una Constitución perfecta, que estas no hacen milagros y no son escritas en piedra.
Como muchos compatriotas, yo respaldé el texto emanado de la Convención, a pesar de tener serios reparos. Lo hice pensando que era un chasís que, con buena voluntad, se podía amoldar a las necesidades futuras, y que disponer de un texto que sentían como propios grupos históricamente excluidos tenía valor por sí mismo. El mismo pragmatismo vale para el momento actual.
Como está probado, una mayoría en la instancia constitucional no garantiza la mayoría en el plebiscito de salida. Quienes tienen el sartén por el mango (las dos derechas) deben grabárselo a fuego.
Quienes tienen hoy el control del proceso tienen el derecho a poner énfasis propios, pero sin excluir del orden constitucional las ideas de la actual minoría. Sabemos la extrema volatilidad que posee la opinión pública. La ciudadanía quiere que le abran caminos, no que se los cierren.
En un plebiscito como el que viene nadie decide mirando una lista de ofertas de supermercado. Lo hace atendiendo a un criterio fundamental: el grado de estabilidad que irradia la propuesta, lo que depende de la solidez y amplitud de su base de apoyo. Si ella se presenta como una imposición de unos sobre otros, simplemente no flota.
Hay que renunciar a emplear el proceso constitucional con fines contingentes. Se hizo frente a la Convención: se usó cualquier pretexto para ridiculizarla, porque lo que se buscaba era propinar una derrota aleccionadora a la nueva generación en el poder. Si el mismo guion se repite ahora, sea para vengar la demolición de la Convención o para derrotar nuevamente a la izquierda, vamos derecho a un 4 bis. (El Mercurio)
Eugenio Tironi