En ocasiones el debate adquiere rasgos dignos de análisis, porque revela rasgos de la cultura pública, acerca de los prejuicios y las ideas recibidas que en ella se entrelazan.
Es lo que ocurre en el actual debate constitucional.
Uno de los rasgos llamativos e interesantes han sido las cartas que diversos grupos de economistas, unos alineados tras el En contra y otros alineados tras el A favor, han recientemente divulgado.
¿Qué es lo que en esas notas debiera llamar la atención?
Ante todo, hay algo que se verifica no solo en esas cartas de los economistas, sino cada vez con mayor frecuencia en otros casos. Se trata de esa tendencia, ya casi una costumbre, de firmar cartas o declaraciones, como quiera llamárselas, por varias personas a la vez, en grupo, conformando un colectivo, cada individualidad emboscada, y a veces camuflada, en el grupo tal o cual.
¿Qué puede explicar este fenómeno? No puede ser, desde luego, la superstición estadística según la cual el número de personas que profiere a coro o endosa un enunciado cuenta con una razón en favor de la veracidad de lo que dice. Es obvio que las cosas no son así y que incluso si existiera una única persona que asevera tal o cual cosa (A favor o En contra, lo mismo da para el caso) en tanto el resto opina en la dirección opuesta, la primera podría tener la razón y el resto en cambio estar equivocado. Quizá la necesidad de abrigo, de sentirse protegido por el grupo, o la búsqueda de cohesión en este tiempo tan individualista sea lo que explique que personas adultas e inteligentes tengan esa rara propensión.
Pero eso no es lo más llamativo en esas cartas o declaraciones de los economistas. Lo más llamativo es que implícita, pero inequívocamente, esgrimen el saber técnico que poseen en favor de sus opiniones. Que tales reglas aseguran el crecimiento y hacen más probable el bienestar, dicen unos; que no, que esas reglas harán más dificultosa e incierta la gestión pública y económica, dicen los otros. Se trata, pues, de un argumento de autoridad, un argumento que supone que quienes lo profieren atesoran una verdad que apoya y sirve de sustento a lo que dicen. Pero todos —especialmente los economistas— saben que eso no es así, que en asunto de preferencias políticas o constitucionales la economía no provee razones finales, ni verdades asentadas, por más que alguno de ellos acostumbre a hablar en primera persona y adopte un tono oracular al perorar sobre esto o sobre lo otro.
Hay teorías económicas acerca del diseño constitucional (la más famosa de todas la de Buchanan y Tullock); hay otras sobre los problemas de la racionalidad de la elección (una de las más brillantes parece ser la de Arrow); incluso hay algunas que subrayan el valor de las reglas y las instituciones (Coase y North), etcétera; pero de ninguna de ellas se siguen o derivan o se infieren conclusiones que amparadas en la teoría o el saber económico aconsejen que es mejor o peor votar esto o votar lo otro en el plebiscito de diciembre
¿Por qué entonces esgrimir la propia profesión, o agruparse en torno a ella, o dejar se les identifique por ella, a la hora de pronunciarse sobre una cuestión cívica y por definición opinable? Una probable razón es recurrir en la esfera pública al profetismo de cátedra, es decir, hacer creer o dejar que se crea que el propio saber alcanza a las opiniones políticas. Pero esto fuera de no ser cierto (puesto que no es verdad que el saber científico alcance a lo que los antiguos llamaban doxa) es peligroso porque si una tendencia como esa invade, por ejemplo, a las universidades (ya ha ocurrido, por desgracia), entonces la perjudicada será la reflexión imparcial.
Por supuesto todo lo dicho alcanza también a los abogados que gustan experimentar el abrigo del grupo para emitir sus opiniones y también dejan sugerir que su condición experta (el supuesto saber, lo llamaría Lacan) los autoriza a pensar esto o aquello y aconsejarlo a los ciudadanos no en calidad de opinantes o políticos a título individual, de personas solas que salen a la intemperie del debate, sino arropados con otras varias firmas —mientras más, mejor—, como si ello evitara la inevitable ceguera que de lado y lado este tipo de asuntos supone.
Por eso lo más sensato es que de cara a diciembre, las personas lean estas declaraciones cum grano salis, que es como los antiguos sugerían comer los alimentos en casa ajena: con un grano de sal que se creía entonces evitaba el veneno que el anfitrión, el economista o el abogado, ponía en el alimento que ofrecía al invitado. (El Mercurio)
Carlos Peña