Me formé como sociólogo asumiendo que el comportamiento social estaba sobredeterminado por los intereses económicos y la vida material. Todo lo demás era literatura. La función de mi disciplina era entonces comprender (y contener) las resistencias colectivas a las leyes económicas, así como sus externalidades. La misma resignación dominaba a las otras ciencias sociales. Frente a lo humano, la economía era la madre de todas las ciencias.
Por lo mismo me desconciertan los economistas que se olvidan de la economía y sostienen que los problemas de Chile nacen y se resuelven con el cambio de las reglas político-institucionales. Ponen particular acento en las normas electorales. Las acusan de haber provocado la fragmentación de la escena política, acabando con la gobernabilidad de la que Chile gozaba en los gloriosos tiempos del sistema binominal, cuando reinaban dos coaliciones. Con mucho pudor, y con la sincera esperanza de estar equivocado, quiero expresar mi escepticismo.
¿Se acuerda el lector del 1 de enero de 2016, cuando se hizo obligatorio a los automovilistas portar chaleco reflectante? Por algunos meses todos lo usábamos, pero después volvimos a lo mismo. Lo que esta experiencia lleva a pensar es que las normas, siendo importantes, no hacen milagros. No moldean, como si fuera arcilla, eso que llamamos cultura: valores, creencias, mitos, tabúes y símbolos compartidos que se transmiten de generación en generación creando adhesiones, identidades y prácticas. Aunque parezca vencida, ojo: ella siempre se toma la revancha.
Volvamos a la glorificada época de los acuerdos. ¿Fue fruto del binominal, o más bien de una experiencia colectiva cercana, como había sido la dictadura, bajo la cual se formaron dos culturas contrapuestas —la del Sí y la del No—, pero que se necesitaban recíprocamente para no repetir algo que ambas deseaban evitar: un nuevo quiebre de la democracia? Creo que fue lo segundo. Si su espíritu se desfondó no fue solo por el cambio de las reglas —que en lo personal nunca compartí—, sino porque esas culturas no supieron renovarse, ni ideológica ni generacionalmente. En la medida que el desgaste fue avanzando fueron brotando elementos de fragmentación e ingobernabilidad que el binominal no pudo contener, como el “discolaje”.
Quienes esgrimen que el cambio del régimen electoral es la llave maestra de la gobernabilidad y el desarrollo ponen a menudo el ejemplo de los EE.UU., que posee un sistema férreamente mayoritario y bipartidista, que de paso otorga un poder desmesuradamente alto al mundo rural sobre el urbano. Esto no impide, sin embargo, que periódicamente se produzca el cierre del gobierno (“government shutdown”) por diferencias en el Congreso respecto de la aprobación del presupuesto federal.
En Chile, en cambio, a pesar de la demonizada fragmentación, la discusión presupuestaria es capaz de abordar temas sustantivos y alcanzar acuerdos transversales, como destacan en una columna reciente el ministro de Hacienda y la directora de Presupuestos.
Contribuye, es innegable, la regla constitucional que da al Congreso un plazo perentorio para aprobar el presupuesto; pero si se inventó una tinterillada para aprobar los retiros de los fondos de pensiones con votos de izquierdas y derechas, perfectamente se pudo haber hecho lo mismo con el presupuesto, pero no fue así. Asumir que los acuerdos políticos son el resultado mecánico de las normas es, me parece, minimizar la capacidad de agencia de los parlamentarios y lo que hay de nobleza en sus conductas.
Como sociólogo me costó emanciparme del brillo de las leyes económicas. Por lo mismo me alarma que ahora nuestros economistas se encandilen con las reglas político-electorales, al punto que varios han señalado que votarán a favor de un texto constitucional que dicen que no les gusta, solo porque aborda esta materia. No vaya a ocurrir lo mismo que con los chalecos reflectantes. (El Mercurio)
Eugenio Tironi