La excelente entrevista que le hiciera en este diario Carlos Peña a Felipe González ha despertado el celo gremial del Colegio de Periodistas, por decir lo menos. Según el criterio de la directiva metropolitana de ese Colegio, no podrían ni deberían hacer entrevistas personas no tituladas como “periodistas”. Digo tituladas, porque todos sabemos que no es el título el que hace a un periodista, sino una práctica y un oficio que se aprenden en los medios mismos y no en la academia. En la academia se entregan valiosas herramientas teóricas, pero no el músculo y el nervio que hacen al periodista de verdad. Eso es por lo menos lo que yo creo y en un cierto sentido me siento periodista, a pesar de no tener título de periodista, sino de profesor. ¡No se le vaya a ocurrir al Colegio de Profesores pedir ahora título de profesores a los periodistas que enseñan en las escuelas de periodismo!
Desde que me bajé de la cuna creé diarios, revistas y he publicado entrevistas en los medios escritos y en la televisión y la radio. Tengo las manos manchadas de tinta de los periódicos que he leído y en los cuales he escrito. Soy periodista de alma, un “amateur”. “Amateur” originalmente significa “el que ama”, y ese amor y pasión es más importante que cualquier doctorado. Si siguiéramos las observaciones de la directiva del Colegio de Periodistas, convertida ahora casi en tribunal de una inédita inquisición gremial, ni Octavio Paz ni Vargas Llosa, ni Fernando Savater ni ningún otro intelectual público debieran publicar conversaciones o entrevistas en los medios. ¡Válgame Dios! ¿Pero de qué estamos hablando? ¿No hay acaso notables entrevistadores e incluso directores de medios de comunicación que no tienen título de periodistas, pero que hacen una labor extremadamente profesional y seria en esos medios? ¿Qué significa toda esta pataleta?: ¿Acaso solo podrían escribir y entrevistar en los medios los titulados, empobreciendo así la oferta de valiosas plumas provenientes de las más diversas disciplinas?
La directiva metropolitana del Colegio de Periodistas exige, además, una “rectificación pública y disculpas” por lo acontecido. ¿Disculpas a quién? A los lectores, desde luego que no, ellos están más bien agradecidos de haber podido leer una tan buena conversación entre un rector de una Universidad e intelectual de talla y un político fundamental en la Transición española. Un regalo en un tiempo de tanta pobreza reflexiva en los medios, de tan poco espesor. El Colegio piensa que el título asegura la calidad y veracidad de lo escrito. Es dudoso: basta ver lo que ocurrió con no pocos periodistas “titulados” en el estallido del 2019, que derrocharon ideologismo por los poros, más que búsqueda de la verdad. Yo, como lector, me rebelo ante esta suerte de censura camuflada. Los medios —salvo si son estatales— dependen de los lectores. Ellos debieran decir algo en todo esto. El periodismo escrito desde su origen se ha nutrido de la diversidad y la libertad, no de la homogeneización ni menos de la restricción a la libre expresión. A lo mejor el Colegio de Periodistas sueña con medios manejados por el Estado y periodistas por el Colegio. Qué peligroso sería para el futuro de la prensa. El corazón del periodismo es la libertad de expresión: ese debiera ser el objetivo principal de ese Colegio, no la caza de brujas de los que no tienen un cartón profesional.
La declaración del Colegio de Periodistas tiene un tufillo levemente soviético o francamente kafkiano. El gran periodismo escrito ha sido hecho en Chile desde su origen por eximios periodistas sin título (Joaquín Edwards Bello, Gabriela Mistral, entre tantos otros) y solo muy recientemente por periodistas titulados, y ojalá sigan coexistiendo ambos sin recelos ni envidias, ni controles de ningún tipo, detrás de un solo norte: la libertad. Mientras más libertad, mejor periodismo. ¡Libertad, libertad, libertad! (El Mercurio)
Cristián Warnken