El logro de acuerdos a nivel político se ha hecho cada vez más difícil en la última década. Esta disfuncionalidad política es multicausal, pero sin duda una de sus razones es que las políticas públicas se han alejado de los análisis técnicos (“a la tecnocracia le falta calle”, se solía decir), siendo preponderantes en su diseño consignas simplistas, muchas veces basadas más en la ideología que en la evidencia.
En materia de pensiones esto último ha sido indudable, lo que dificulta el logro de acuerdos entre Gobierno y oposición. Sin embargo, dado el fracaso que ha habido con políticas públicas alejadas de los análisis técnicos, estos últimos han empezado a ser nuevamente valorados, siendo esta la justificación de la Mesa Técnica de Pensiones, formada a instancias de los senadores de la comisión de Trabajo.
Tuve el honor de ser parte de esa mesa, lo que me permitió constatar que cuando los diagnósticos se realizan a la luz de la evidencia, lo acuerdos son posibles. Se pueden analizar las políticas dentro de un clima de concordia, que permite ir tomando definiciones, a pesar de legítimas diferencias en la valoración de los resultados esperados.
La discusión de la actual reforma de pensiones se inició sin un consenso sobre cuáles eran los problemas a enfrentar, considerando que la PGU, aprobada a fines de 2021, había generado un cambio muy sustantivo en la situación de los adultos mayores, lo que requería hacer un diagnóstico más acabado. Recién en enero de este año, 14 meses después del ingreso del proyecto de ley, el Gobierno dio a conocer un estudio sobre las tasas de reemplazo, y no solo eso, también puso la base de datos a disposición de los analistas, lo que permitió hacer análisis independientes.
¿Y qué mostraban esos datos sobre la situación actual de los adultos mayores? Lo primero es que los retiros tuvieron un impacto muy negativo en las pensiones actuales y futuras, y que con su irresponsabilidad la mayoría del mundo político en tres oportunidades votó mayoritariamente por reducir las pensiones, a pesar de que la precaria situación de los jubilados había sido una de las causas del estallido.
Lo segundo es que gracias a la PGU, efectivamente, el grupo de bajos ingresos y bajas densidades de cotización está obteniendo tasas de reemplazo muy elevadas, superiores a 100%, por lo que no existiría un fundamento para seguir destinando recursos, que son escasos, a esos grupos. Se logró además en la mesa un consenso sobre la necesidad de incentivar que las personas efectivamente contribuyan al sistema, por lo que sería contraproducente generar la percepción de que, aunque no se cotice, se puede obtener una pensión razonable, ya que eso sería construir el peor sistema de pensiones posible, con un pilar no contributivo absolutamente dominante. Por lo mismo, seguir subiendo la PGU, sin que su monto se vincule a un parámetro objetivo, además de ser fiscalmente inviable, contribuye a que los trabajadores vean que el mundo político solo es capaz de acordar aumentos en la PGU, exacerbando los incentivos a no cotizar.
Lo anterior es clave, porque otro elemento que se desprende de un buen diagnóstico es que la informalidad previsional es la principal causa de las bajas pensiones. Enfrentar ese problema exige cambios en la política laboral y social, pero también hace necesario que el sistema entregue buenas pensiones a aquellos que han cotizado por un período largo. ¿Y qué nos muestran los datos en esta materia, considerando la PGU? Como dijimos: ¿Cómo corregir este problema? Por supuesto, se hace necesario subir la tasa de cotización, el tope imponible y la edad de jubilación, especialmente para las mujeres. En los dos primeros puntos hubo acuerdo, y en el tercero, aunque se reconoce la necesidad de prolongar la vida activa, se hacen más patentes las restricciones políticas. El llamado “bono tabla”, que sería un componente solidario hacia las mujeres financiado con cotizaciones, logra en esta materia un equilibrio razonable, ya que las compensa por su mayor expectativa de vida, generando al mismo tiempo incentivos a que posterguen su jubilación, al menos hasta los 65 años. La Dipres estima que el costo de este beneficio está en torno a 0,7 puntos de cotización.
¿Se requieren componentes solidarios adicionales? Hubo amplio consenso también en que estos solo debían darse a las personas que efectivamente han cotizado, en torno a 15 años para las mujeres, y 20 años para los hombres, atendiendo a que eran estos grupos los que mostraban menores tasas de reemplazo, lo que se mantendría hasta que el aumento en la tasa de cotización, en la medida en que vaya en forma mayoritaria a ahorro, permita revertir esos déficits.
¿Y cómo financiar esa mejoría a los actuales jubilados y a los que jubilen en los próximos años? La respuesta no es fácil, porque el financiamiento vía cotizaciones necesariamente tendría un componente regresivo, y el financiamiento vía deuda pública deteriora la sostenibilidad fiscal. El camino a seguir lo debe definir la política, pero al menos ahora con una definición más clara de los costos y beneficios involucrados. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes
Directora ejecutiva del Centro de Estudios Financieros ESE Business School
Universidad de los Andes