Como suele ocurrir cuando acaecen cosas sorpresivas —asuntos que nadie esperaba o que, si esperaba, nadie pensó que serían tan repentinos—, las revelaciones del caso Audio han puesto en crisis a la Corte Suprema.
Es de esperar, desde luego, que nadie diga que, en realidad, las crisis son oportunidades disfrazadas, porque ese tipo de lugares comunes lo único que hace es edulcorar lo que es irrefutablemente amargo y nada más.
¿Acaso no es amargo enterarse de que una ministra de la Corte Suprema tiene tratos con un abogado que rompen la imparcialidad a que estaba obligada; que un ministro entregue información a su hija acerca de una causa en curso o que otro ministro niegue comunicaciones que apenas algunos días después se vio obligado a revelar? Y es que la conducta que para cualquier hijo de vecino ya es reprochable, en el caso de ministros de la Corte Suprema, a cuyo cargo está decir de manera definitiva qué es derecho y que no lo es, es simplemente inaceptable. Por eso, hayan cometido o no delito en sentido jurídico penal, no hay duda de que han abandonado las reglas del oficio y eso merece una sanción, más grave en algunos casos que en otros, pero una sanción.
Y como suele suceder cuando ocurre algo grave, ha quedado a la vista no solo el desempeño de quienes han ejecutado la conducta que se investiga (en este caso los jueces), sino también la actitud y la conducta y la circunstancia de quienes, como consecuencia de su oficio u otros deberes, han debido relacionarse con ellos.
Veamos.
Se encuentran, desde luego, quienes ejercen la profesión de abogado litigante. Los abogados deben relacionarse inevitablemente con la Corte y los demás jueces y lo quieran o no, inevitablemente, alguna vez un asunto suyo, un asunto que ellos patrocinan o los intereses que cuidan habrán de comparecer ante la Corte Suprema. Basta señalar eso para advertir que una parte del oficio de abogado consiste en mantener buenas relaciones o al menos relaciones distantes y silenciosas con los jueces, eludiendo cualquier roce con ellos o cualquier crítica pública, porque eso podría lesionar su posición ante ellos y, de pasada, los intereses del cliente. En suma, los abogados padecen frente al sistema de justicia y frente a los jueces de lo que suele llamarse una inconsistencia de roles. En tanto auxiliares de la administración de justicia (como los llama la ley, un resabio del modelo prusiano de abogado) ellos deben lealtad a las reglas; pero en tanto abogados, deben lealtad a los intereses de su cliente y deben cuidar su capital simbólico, por llamarlo de alguna forma, evitando irritar a los jueces quienes, cualquiera de estos días, decidirán un asunto que se les hubiere encargado. Todo esto contribuye a que los abogados no sean precisamente críticos del sistema de justicia o de la conducta de los jueces. Tienen quejas, desde luego, y muchas veces se indignan con razón, pero no las manifiestan en la esfera pública como consecuencia de este problema de expectativas inconsistentes (y por eso sus quejas no son propiamente críticas, puesto que una crítica privada, enseña Kant, no es una crítica en sentido estricto). Por supuesto esta inconsistencia de roles se disfraza casi siempre de prudencia y en sentido kantiano, valga la ironía, lo es (Kant llamaba prudenciales a aquellas decisiones guiadas no por motivos imparciales, sino por el propio interés).
Ahora bien, es fácil comprender que esa inconsistencia que padecen los abogados fortalece inmensamente el poder de los jueces y evita que se escrute su conducta. Después de todo, uno de quienes mejor conocen la justicia y están en mejores condiciones de escrutarla son los abogados que litigan; pero justamente ellos son los que tienen más razones (prudenciales como decía antes, siguiendo a Kant) para no formular crítica alguna desde el punto de vista público.
Una forma de eludir ese problema es justamente la colegiatura, la existencia de una asociación profesional que tenga una voz institucional, la voz de todos y de ninguno, que efectúe ese escrutinio respecto del sistema de justicia, contribuyendo así al cuidado del derecho. Esta es la labor central de un colegio de abogados en tanto una entidad impersonal: más que defender los intereses de sus asociados, se trata de defender los bienes institucionales que hacen posible que la profesión de abogado se desenvuelva en un medio imparcial, sin tropiezos y sin trampas. Esta función de la colegiatura establece un vínculo indisoluble entre la asociación de los abogados entre sí y el Estado y la calidad del derecho.
Pueden también contribuir a la mejora del derecho y a escrutar la conducta de los partícipes del sistema de justicia las facultades de derecho. Las facultades de derecho tienen la afortunada particularidad de que muchos de sus integrantes son académicos profesionales, es decir, gente que vive de la universidad y para ella. Al contar con esa condición predominante, muchos de ellos no padecen la inconsistencia de roles que se identificó más arriba y no se ven movidos a actuar por razones prudenciales (es decir, a proteger sus intereses moderando el juicio público). De ahí entonces que exista un vínculo muy íntimo entre la calidad del derecho y el funcionamiento de un sistema de justicia y la conciencia que las facultades de derecho tengan acerca de él. Puede afirmarse, en el extremo, que cómo sea el derecho en un momento determinado es función de cómo sean sus facultades de derecho y de cuán conscientes estén del deber público que pesa sobre ellas.
Y, por supuesto, están todavía los propios jueces, a quienes les corresponde cultivar una cierta ética de la profesión. Una profesión, observó Max Weber, significa tanto un llamado (vocación) como un oficio (o lugar en la división del trabajo). Todas las profesiones cuentan por eso con una cierta ideología de servicio, como la denomina alguna literatura sociológica, que alimenta su dimensión de llamado; una idea de los bienes que deben servir (la vida y la salud, en el caso del médico, es un buen ejemplo) y que fortalecen el espíritu de ascesis que es propio de los jueces vocacionales, de aquellos, la mayoría, cuya carrera se confunde con el sentido de su trayectoria vital. Esa idea contenida en un relato alimenta el orgullo profesional, que es la base de la libertad y de la independencia.
Y mucha de la mala conducta que se ha constatado en estos días (propia de frívolos o de pícaros, cuando no de algo peor) hiere y daña ese orgullo y ese espíritu de ascesis de la mayor parte de los jueces quienes, inclinados sobre su escritorio, y al revés de los casos que se han denunciado, ejercen su quehacer con distancia hacia las cosas y hacia las personas y sienten orgullo —en vez de cansancio o desaprensión o envidia— cuando intentan discernir con imparcialidad lo que ante ellos comparece. (El Mercurio)
Carlos Peña