Otra mala idea

Otra mala idea

Compartir

Diversos analistas han mostrado que el proyecto del Gobierno para reformar el Crédito con Aval del Estado no privilegia a quienes más lo necesitan: ni los más pobres, ni los más pequeños, ni otros grupos particularmente vulnerables son el objeto de atención de esta propuesta que, según se dice, implicará un desembolso equivalente al 69% del gasto de Carabineros.

¿Alguien podría sorprenderse de que, precisamente en este momento, se asignen de esa manera los recursos fiscales? Si la nueva izquierda no es proletaria, sino burguesa, ¿cómo podemos extrañarnos de que los principales beneficiarios del nuevo sistema serán esas personas que, con un poco de ayuda, podrían pagar una buena parte de esa educación que los encumbrará al grupo del tercio más acomodado de la sociedad? No niego que haya problemas con el CAE, pero aquí parece que, más que resolverlos, lo que interesa es cumplir una promesa del programa que les resulta más querida que otras que hicieron.

Para entender algunos problemas que tendría el nuevo sistema de financiamiento de la educación superior, conviene ver cómo afecta, por ejemplo, a la Universidad Católica. Todos estuvimos orgullosos cuando vimos que ella se encumbraba en el ranking de las 100 mejores del mundo. ¿Habríamos imaginado algo así hace 50 años? También la Universidad de Chile tiene allí una posición destacada. Estos índices nunca deberían ser una meta ni un criterio único de evaluación, pero son una señal que indica que se ha trabajado bien.

Universidades como la Católica, la Chile y otras que buscan seguir esas huellas no se limitan a impartir clases, que es lo más importante. Ellas invierten grandes sumas en investigación, bibliotecas, orquestas, compañías de teatro, museos, becas propias y editoriales. Todo eso sale caro; sin embargo, marca la diferencia. Para financiar todas esas iniciativas, pide un copago a los alumnos de los cuatro deciles superiores, que no están beneficiados por la gratuidad. ¿Vamos a renunciar a tener ese tipo de universidades, para las cuales resulta decisivo ese copago? Si se imponen estos modelos oficialistas, que lo restringen solo al decil más pudiente, me temo que habrá que renunciar a pensar en grande. La propuesta significa en la práctica una fijación de aranceles, pero los términos de referencia que emplean para determinarlos son los costos de universidades puramente docentes. Para algunas instituciones esto será suficiente, mas no para una de categoría mundial. Sin estas fórmulas de colaboración, donde las familias hacen un aporte para la educación de sus hijos, no resulta posible tener ese tipo de universidades. Pero eso es precisamente lo que nuestro gobierno quiere destruir, debido a su alergia al copago y a todo lo que signifique darle un mayor protagonismo a la sociedad civil.

Quizá todo esto nos suene a conocido, porque ya los vimos con la eliminación del copago en la educación básica y media subvencionada. ¿Redundó en que hoy día los niños y jóvenes que estudian en esos colegios están mejor que sus congéneres de hace veinte años? Lamentablemente, no es así: con menos recursos no pueden dar la misma educación. ¿Se han acrecentado sus posibilidades de acceder a las mejores universidades? En ningún caso. Medidas como el término del copago o la eliminación de la selección en la educación que recibe financiamiento estatal han producido exactamente el resultado que querían evitar: han incrementado el elitismo. Hoy, las diferencias entre estudiar entre un establecimiento pagado y uno financiado con fondos públicos son cada vez más relevantes a la hora de acceder a la universidad.

La propuesta oficialista no se refiere simplemente a una fórmula técnica para mejorar la situación de las personas endeudadas. Ella va acompañada también de una serie de medidas que afectan la autonomía universitaria y de potestades discrecionales que no sabemos bien cómo se ejercerán en el futuro. Pensemos, por ejemplo, en la obligación de aplicar determinadas políticas de acceso equitativo en la forma que establezca la autoridad de educación superior. ¿Qué representará eso en la práctica? Ella podrá sugerir contenidos curriculares contrarios al proyecto educativo de una casa de estudios, y las universidades estarán atadas a esos criterios si quieren recibir financiamiento.

Si las cosas siguen en la dirección que impulsa el Gobierno, las mejores universidades se verán tentadas a no entrar al sistema propuesto, si quieren asegurar su libertad académica y mantener cierta autonomía financiera. Eso no es bueno para Chile. Y si entran a él en los términos del proyecto, se arriesgan a limitar seriamente sus capacidades de mejorar.

Los legisladores deben tomarse muy en serio las señales de alarma del rector Sánchez y otras autoridades universitarias: el sistema perderá variedad; será cada vez más difícil impulsar proyectos como el de la Universidad Católica y se correrá el riesgo de fomentar el elitismo en las universidades que aspiren a seguir buenos modelos internacionales. El proyecto del Gobierno tiene, por cierto, méritos, pero hay una filosofía en su diseño que expresa un deseo inmoderado de control sobre el mundo universitario. Y esa es una mala filosofía. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro